Drimeros II – El Poder de la
Mente
Al.Chust
Smashwords
Edition
©
2007, Al.Chust
www.drimeros.blogspot.com
al.chust@gmail.com
A
Sonia y a Carlos, por su apoyo y ayuda,
A Manuel, algo más
que un amigo,
que me descubrió la
ciudad de Nueva York.
Y a “Los Chavales”
por su apoyo.
LIBRO 2º
“Donde
se da cuenta de cómo Sam York conoce a los drimerianos, de cómo descubre los
poderes ocultos de su mente, y de cómo, con éstos, intenta regresar al pasado”
I
El verde y cálido fuego
chisporroteaba astillando las escasas y resecas ramas de la cuasi extinguida y
desolada vegetación. Incluso el olor que se desprendía de su quema, raquítico y
áspero, resultaba difícil de soportar. Era como si en su lejana juventud
hubiesen sido bañadas por un mar putrefacto y mortífero que les robara la vida
sin dar tiempo a desprenderse de ella. Por suerte, una tenue y limpia brisa que
llegaba del oeste, de las altas montañas, empujaba el hedor hacia el centro de
la gran depresión. Depresión que Sam ya había dejado atrás, como también había
dejado a Marcroc Polcroc, la princesa Crocpatra, el príncipe Merenpcroc y
todos los demás. El espacio de más de una veintena de jornadas de viaje los
separaba de Sam el Terrícola, porque eso es lo que volvía a ser, desde que
había iniciado su marcha hacia “Las Montañas de la Muerte ”. Montañas que ahora
se escondían tras la férrea negrura de la densa noche, pero que con la llegada
del alba, ya en el nuevo día, se asomarían al viejo mar como un vertiginoso
acantilado imposible de superar.
También Magcroc, su oldcroc, su
nuevo compañero de viaje, se había echado en contra del viento. Ni siquiera él
soportaba el fétido aroma que se elevaba con la verdosa llama. Su cuerpo,
semejante a una oscura corteza de cuero, servía de respaldo para Sam, a la vez
que desviaba de él la traidora brisa que se arrastraba por las surcadas
avenidas que el reseco y sabio Mar de Rúbor había esculpido tiempo atrás.
Magcroc entretejía sus
pestañas, cerrando plácidamente sus ojos, y abandonándose a un, no menos,
placentero sueño. Por su parte, Sam los abría vivamente, contemplando el nuevo
cielo que se salpicaba sobre él. Allí, desde lo alto de aquel montículo,
seguramente antes una isla en medio de una gran depresión, se podía ver el más
bello espectáculo celeste de todo Crocom. Ni siquiera en el Crocomhara había
podido ver con semejante claridad aquel cielo estrellado. Sam buscó las
estrellas que dibujaban la cabeza del unicornio, pero no las encontró. Sus
ojos, una y otra vez, acababan clavándose en el noroeste, en la estrella de Suria.
No por su brillo, sino más bien por lo contrario. La había ido observando desde
la noche de su partida, y, ciertamente, como Meneltrescroc había predicho, su
brillo se iba apagando, tratando de camuflarse bajo la oscura y aterciopelada
cortina celeste. Sin embargo, en el otro extremo de la imaginaria línea, Noria,
a pesar de no hacerlo, parecía encenderse cada vez más.
A la luz de la fría, pero
cálida llama, Sam tenía desplegado el mapa que Marcroc Polcroc le había
regalado. Un gastado papiro repleto de coloridos dibujos: montañas, ríos,
mares, así como la imagen de un edificio representativo de cada ciudad. Todas
las noches estudiaba aquel preciso mapa. Le había sido de gran ayuda, sobre
todo en el camino que le conducía desde el final del Crocomhara hasta Ruborpolis,
ciudad cuyas sempiternas luces podía percibir a través de sus prismáticos
anunciáticos. Estaba cerca de ella, por eso había preferido parar y descansar
antes de entrar en la mítica ciudad. Tenía claro que ésta sería el punto de
partida de su verdadera misión; el punto de arranque de la peligrosa aventura
de adentrarse en las salvajes “Montañas de la Muerte ”.
Cada noche, cuando terminaba de
estudiar el camino que iba a asaltar en el nuevo día, sus ojos siempre se
detenían en el mismo dibujo. Una mancha blanquecina y borrosa de la que sólo se
asomaban las blancas cumbres de los picos más altos. Bajo aquella nube de
niebla, nieve y miedo se encontraba su ciudad perdida. Allí estaría Drimepolis.
El mapa no decía nada de ella, y mucho menos de cómo llegar hasta allí. Ese era
un camino que él mismo iba a tener que descubrir.
Las primeras laderas, las más
cercanas a Ruborpolis, le serían más fáciles, pues él confiaba en el apoyo de
Huayncroc y de su hijo. Sin duda alguna, ese iba a ser su primer destino al
entrar en la ciudad. Preguntaría por el viejo Huayncroc y, tras dar con él, le
pediría su ayuda.
Sam recogió el mapa y lo guardó
en su bolsa de viaje. Nuevamente levantó sus ojos hacia Suria, y otra vez le
pareció verla más apagada. Por supuesto, también se acordó de sus amigos. Se
dirigió hacia Rúbor y les envió sus pensamientos. Se echó del todo, apoyando su
cabeza sobre una de las patas de su compañero y cubriéndose con una manta
invisible. Cerró sus ojos y trató de dormir. Poco a poco, el cercano fuego se
fue apagando, hasta que la oscuridad terminó cegándolo.
Como había sucedido todas las
mañanas que llevaba de viaje, Sam se despertó antes de que lo hiciera su sol,
Croc. Él sabía que en las ciudades de su nuevo planeta los ciudadanos madrugaban
más que su sol para huir de su calor, por eso él también quería llegar a ella
con la silenciosa sirena del alba. Si llegaba más tarde, podía ser que el viejo
Huayncroc hubiera salido, y tener que esperarle era un tiempo que él no quería
perder.
Un profundo surco, semejante a
una gran avenida, ensanchado en la piedra conducía hacia la primogénita ciudad.
Todavía con el negro de la noche, sobre sus mullidas patas, Magcroc avanzaba
lentamente siguiendo la dirección de los primeros rayos que, miles de metros
por encima suyo, iluminaban la perenne neblina que cubría las altas cumbres,
separándolas de las, todavía, oscuras laderas más bajas. Sobresaliendo de
aquella niebla, teñida por el sol todavía escondido bajo el horizonte este,
fiel al dibujo de su mapa, varios picos despegaban sus afiladas puntas. Éstas
quedaban tan lejos que, a medida que Sam se acercaba a ellas, mayor le parecía
la distancia que les separaba. Eso le hizo enviar una cariñosa orden a su
animal para que acelerara su paso. Magcroc obedeció sin emitir el menor
gruñido.
La temprana luz descendía
lentamente por las abruptas laderas, haciendo que las luces de la ciudad
comenzaran a apagarse. Magcroc tuvo que bajar su ritmo, pues llevaba rato
ascendiendo por la tímida, pero larga, pendiente de la orilla del desecado mar.
Un mar amarillo y seco que poco se diferenciaba del resto de la tierra que
inundaba aquel planeta. Sólo aquellas laderas que comenzaban a aparecer frente
a él se vestían ligeramente de verde, dando un soplo de vida a las mortíferas
montañas. Un empinado repecho le hizo detenerse. El animal necesitaba
recuperar el aliento para poder acometer aquella última subida que precedía a
la ciudad.
Sam dejó que fuera su animal
quien decidiera cuándo retomar la marcha. Tras unos profundos resoplidos,
Magcroc encaró la rampa, superándola con facilidad y alcanzando la señal que
tiempo atrás marcaba el nivel cero de altitud. Los dos se sorprendieron al ver
la inmensidad que tenían frente a ellos. También para el oldcroc era la
primera vez que veía aquella ciudad y, sobre todo, la falda de aquellas
montañas. Permanecieron en silencio unos segundos. Siendo Sam el primero en
reaccionar, y teniendo que enviar varias veces sus órdenes para que su fiel
montura se percatara de ellas y le obedeciera. Con el ligero paso de Magcroc,
las robustas y trapezoidales casas de voluminosos bloques de piedra rectangular
iban ganando altura y presencia. Sam se asombró al ver cómo las piedras, de
distintas medidas, se iban encajando unas con otras, aferrándose entre sí con
la simpleza de su propio peso, y cómo, de vez en cuando, en principio de manera
aleatoria, pero lógicamente estudiada, la falta de alguna piedra ejercía la
función de ventana o, más bien, de tronera. Era por éstas por donde escapaban
las tenues luces que había visto la noche anterior a través de sus prismáticos.
Se trataba de una piedra grisácea y dura. Era la primera vez que la veía, lo
que sugería que su origen estaba en ese lado del mar de Rúbor, seguramente en
aquellas laderas, y era su peso, palpable a primera vista, el que impidió que
se utilizara en las ciudades asentadas al otro lado del margen del mar. Al
igual que las ventanas, las puertas se abrían de la misma manera.
Cuando los primeros rayos de
Croc descendieron lo suficiente para extirpar la sombra de sus siluetas hasta
las primeras casas, aparecieron varios hombres. El gigantesco dibujo de
aquella bestia y su jinete les detuvo. Poco a poco, a medida que el sol se
elevaba, la sombra se fue recogiendo, dando más veracidad a su verdadero
tamaño. Pero su asombro fue mayor cuando, por fin, pudieron distinguir el
rostro del terrícola, quien en principio, visto allí en lo alto, parecía
mirarles con porte altanero. Sin embargo, el humilde carisma del terrícola
pronto les hizo saber que estaban frente a un hombre de fácil palabra y trato
cordial. Sam se llevó las manos a la cabeza y al corazón y con sus ondas les
pidió que le dijeran dónde podía encontrar la casa del viejo y sabio Huayncroc,
que era amigo suyo y quería verle. Ni los mayores ni los niños que se habían
unido a ellos ondearon nada. Estaban viendo a un ser que no mutaba el color de
su piel, igual que hacían todos los crocomitas, pero que, sin embargo, sí
utilizaba sus ondas para comunicarse, algo que no habían hecho nunca los terrícolas.
Sólo uno de los mayores reaccionó lo justo para levantar su mano y extender su
dedo índice para señalar la dirección que Sam debía tomar. Éste ordenó a su
animal que siguiera el camino indicado y volvió a llevarse las manos a la
cabeza y al corazón para, con una reverencia agradecer aquella información. El ruborpolisiano
le respondió con el mismo saludo y la misma inclinación. Algo que obligó a que
los demás le imitaran. Tampoco el oldcroc les dejó sin sus agradecimientos. A
medida que avanzaba fue dejando un reguero de excremento, que los niños no
tardaron en recoger con gran ilusión. En Ruborpolis no tenían mucho excremento.
Quedaban pocos oldcroc y los que había eran propiedad de unos cuantos nobles,
lo que obligaba a que algunos jóvenes subieran a las montañas en busca del
excremento de los oldcroc salvajes, que se escondían en las laderas de la otra
vertiente montañosa.
Sam dejó atrás las primeras
casas que señalaban el inicio de la ciudad de Ruborpolis, y donde se iniciaba
una larga avenida, antigua vía asfaltada con semihundidas planchas de piedra de
forma rectangular separadas entre sí por amarillentos collares de hierba
semiseca. La ancha avenida subía y bajaba pequeños repechos, y, a cada lado, a
pocos metros de separación, se bifurcaba en otras calles más estrechas que se
perdían entre la infinidad de casas trapezoidales que allí mismo comenzaban a
amontonarse inundando la ciudad. Uno de los niños que habían dejado atrás se
armó de valor y corrió hasta alcanzarlos. Se puso a su par y avanzó junto al
oldcroc. Seguía mirándoles sorprendido. Lo mismo sucedía con Sam, pues el
pequeño mutaba el color de su rostro con colores que el terrícola todavía no
había podido presenciar. El verde comenzaba a ser intenso y alegre, y el gris
de la piedra le proporcionaba una tez metálica, semejante a la de un viejo
robot terrestre. El pequeño crocomita había tomado la iniciativa y Magcroc se
limitaba a seguirle. Sam no decía nada, se limitaba a jugar con el pequeño
mediante guiños y muecas. Éste se detuvo, como si sólo le estuviera permitido
llegar hasta allí, y señaló hacia lo alto de una pequeña colina. Se sentó sobre
una piedra y sonrió, dejando claro que su intención era esperar que el
terrícola terminara su visita. Sam le hizo un último guiño y ordenó que Magcroc
tomara la calzada que ascendía hasta la casa del viejo Huayncroc. Una casa más
grande que las demás, con más ventanas y puertas, e incluso, algo extraño, con
varias alturas. Parecía evidente que su propietario no era un cualquiera en
aquella ciudad, y que, a pesar de no ser un noble, se había ganado una buena
posición social. El terrícola estaba a punto de ordenar a Magcroc que se echara
para descender de él, pero una ronca voz que llegaba desde su espalda le
detuvo.
-¿Qué trae a un terrícola hasta
las tierras de Tiahuanapolis, y concretamente hasta la ciudad de Ruborpolis si
no es la búsqueda de su propia muerte?
Sam reconoció aquella voz, y
sin volverse hacia el emisor le contestó.
-Quizá no sea mi muerte lo que
busque, sino el porqué de ella.
-Puede que no exista un porqué
–dijo nuevamente la voz-, y sí un cuándo y un dónde.
Sam se tomó su tiempo antes de
responder. Tiempo que usó para descender de Magcroc, quien ya había obedecido y
se había echado sobre la hierba.
-En ese caso, nada debo temer
–dijo el terrícola-, pues ni éste será el lugar de mi muerte, ni éste el
momento.
Los dos guardaron silencio
durante unos segundos; después el viejo Huayncroc comenzó a reír. Se llevó las
manos al corazón y a la cabeza y se acercó al terrícola.
-Se bienvenido a mi hogar,
amigo Samcroc –dijo el anciano-. Mi casa es tu casa y mi familia es tu familia,
si aceptáis mi ofrecimiento.
-Os doy las gracias por ello
–dijo Sam, llevándose la mano al corazón-, aunque no abusaré de tu
hospitalidad. Sólo necesito algo de ayuda y descansar un poco antes -señaló
hacia las montañas que tenían frente a ellos- de enfrentarme a ellas.
Huayncroc levantó su anciana
vista hacia la muralla que se elevaba tras su casa.
-Entremos en casa –dijo,
invitándole a hacerlo delante suyo-, Atahualcroc se alegrará de verte.
Sam asintió. Se volvió hacia su
oldcroc para decirle que se quedara allí, pero no le hizo falta. Magcroc se
había vuelto panza arriba y pataleaba lleno de felicidad restregándose sobre la
hierba. El frescor de ésta le agradaba tanto que era capaz de permanecer en
aquella posición durante horas, o incluso días. Huayncroc también se rió al
verle. Nunca había visto a un oldcroc mostrar tanta alegría. Magcroc,
inconscientemente, se volvió hacia ellos. Se percató que le observaban y les
sonrió enseñando su doble cadena dental, lo que hizo que se le escapara un
eructo rebosante de aroma a hierba fresca. Después siguió con sus revolcones.
Los dos hombres entraron en la
casa. Desde dentro, las ventanas parecían más grandes, y además estaban perfectamente
orientadas para permitir la entrada del sol por el este, por el norte y por el
oeste. El interior era muy sencillo y carecía de adornos y lujos. Eso decía
mucho de la simpleza de aquella gente, pero no por eso eran descorteses ni avariciosos.
No, no, todo lo contrario. Era gente humilde y sencilla que compartía todas sus
posesiones, y bondadosos como pocos. Bien claro le quedó a Sam cuando salió a
recibirle la mujer del viejo Huayncroc. Una anciana de largo pelo blanco que le
acogió con lloros y alabanzas.
-Gracias, gracias. Le doy mil
gracias por salvar a mi familia –le dijo la anciana, cogiendo su mano terrícola
y besándola una y otra vez-. A Rúbor pido para que le ceda mi lugar junto a él.
-No, señora, no diga eso –dijo
Sam-, pues de nada servirá. Rúbor sabe bien que ese lugar es suyo y no mío.
-En ese caso rezaré para que no
pierda el suyo junto a su Dios.
-Por el momento, me conformaría
con un vaso de agua –suplicó el terrícola.
-¿Agua? –repitió la anciana,
mirando a su marido.
-Oh, perdón. Lo siento –se
excusó Sam-. Al ver la hierba creí…
-Ese verde proviene del
subsuelo que se encuentra cientos de metros por encima de nosotros, en la otra
ladera –explicó el anciano-. A esta parte no llega ni una sola gota de agua
desde hace cientos de años.
-Pero… -interrumpió Sam- antes
de nuestra…invasión, todo el planeta…
-Sí, sí -dijo, nuevamente la
mujer-, pero algo absorbió toda el agua y quemó la tierra.
-Entiendo –concluyó Sam,
zanjando el tema.
Sam entendía perfectamente. Lo
entendía, pero no tenía muy claro qué podía haber provocado aquel cambio. Lo
único que sí sabía era que en su tierra había sucedido lo mismo. La desecación
de una tierra era algo de lo que los terrícolas sabían bastante, ya lo había
visto él en otros planetas y otros satélites conquistados.
-¿Dónde está Atahualcroc?
–preguntó el anciano a su mujer-. Que venga a saludar a Samcroc.
-Tardará algunas horas en
regresar –respondió la anciana-. Anoche subió a las montañas. Con la salida de
Rúbor vimos su llegada. Con un poco de suerte hoy comeremos carne de murcroc.
Sam se sorprendió al oír
aquella horrible palabra.
-¿No ha probado la carne de
murcroc? –le preguntó la mujer.
El terrícola lo negó con un
movimiento de cabeza.
-Creía que huíais de los
murcrocs –dijo Sam.
-A veces los murcrocs se pelean
entre ellos –intervino Huayncroc. Algunos sufren heridas con las que no
durarían nada entre su propia especie, por eso ellos mismos descienden hasta
algunas grutas de las laderas más bajas. Allí se esconden hasta que se recuperan
y pueden volver.
-Siempre que Atahualcroc no dé
con ellos antes –dijo la mujer con una carcajada.
Sam asintió con una sonrisa. Se
reía, pero en su interior una pregunta comenzó a azotar su mente. ¿Hablaban
del Atahualcroc que él conocía? Un joven cuya mente parecía quedar lejos,
incluso, del más estúpido de los crocomitas, y al que la risa fácil le afloraba
antes de recibir las ondas que le ordenaban hacerlo. No, no podía tratarse del
mismo. Cómo iba el Atahualcroc que él conocía a enfrentarse con las más
horribles de las criaturas de aquel planeta. Ya había visto su miedo en las
cloacas de palacio, cuando estaban rodeados de croctulas. Oh, ¿acaso todo era
ficción? Prefirió esperar y guardar silencio. Su duda se despejaría cuando
Atahualcroc llegara.
-Tendrás hambre –dijo la
anciana, devolviéndole a la realidad.
-No, no –respondió Sam-,
prefiero esperar y probar su especialidad de murcroc. Si no les importa, me
gustaría descansar; luego espero que su marido y su hijo me ayuden con algunas
preguntas.
-Cuenta con ello –dijo
Huayncroc, antes de que su mujer se llevara al terrícola a otra de las
estancias de la casa.
Cuando Sam despertó, todo el
cuarto estaba a oscuras. Se lamentó porque había dormido más de lo que él
quería, y rápidamente envió una orden para que las plantas de tallum se
encendieran. Las había visto junto a su cama, antes de acostarse. Éstas
obedecieron, alumbrando tenue y cálidamente la habitación. El silencio también
parecía sepulcral, pues no llegaba el menor atisbo de vida. Seguramente gracias
a la robustez de aquellas pétreas paredes. Echó a un lado la manta invisible
que le cubría y se puso en pie. Toda la casa estaba en penumbra, y a medida que
avanzaba, siguiendo el olor a asado, los murmullos y las voces se iban
acentuando. Eso le dio esperanzas, por un momento creyó encontrarse solo.
Pronto escuchó una voz desconocida que se elevaba por encima de la de Huayncroc
y de la de su mujer. O era la de un forastero o se trataba Atahualcroc.
Varias lámparas de tallum y
algunas antorchas de excremento alumbraban el comedor. Ellos no tenían oldcroc,
así que aquel excremento lo debía de haber traído el propio Atahualcroc. Cuando
éste se levantó para recibirle, Sam no dudó de ello. Era el mismo Atahualcroc,
pero, desde luego, ahora parecía otro. Una verdosa túnica, preparada para
camuflarse entre la vegetación de la montaña, y un chaleco de cuero curtido lo
presentaban como un valiente cazador.
El Gran Atahualcroc, como iba a
llamarle Sam desde ese momento, porque ese era el rango que el joven poseía
entre su gente, se llevó su mano al corazón y tomó la palabra.
-Bienvenido seas a mi tierra,
terrícola –dijo Atahualcroc, con voz poderosa-. Te doy las gracias por tus
hazañas junto a nuestro príncipe, y te pido perdón por…
-Sam le hizo callar con un
gesto de su mano-. Nada hay que deba perdonar, pues nada hay de malo en que un
hombre se oculte tras su propia sombra para salvar su vida y la de su padre.
Siento que no salvara también la de su hermano.
Atahualcroc dejó escapar una
lastimera sonrisa.
-Eres listo, terrícola.
-No tanto como vuestro padre
–dijo Sam-, ¿o fuiste tú quien descubrió mi verdadero origen?
-¿Qué interés podría tener un
habitante de Urcroclandia en una chaqueta terrícola? –preguntó el joven cazador-.
Además, un viajero que atraviesa el Crocomhara, si quiere rezar a Rúbor lo hará
mirando al norte, hacia las ruinas de Croc Marib; o hacia el sur, dirigiéndose
a la ciudad de Axumcroc; nunca lo hará hacia el oeste.
-Me sorprende tu perspicacia
–dijo Sam, alabándole-. Eres difícil de engañar.
-El rojo de tu piel era
semejante al color de Rúbor, incluso bajo la proyección de mi propia sombra.
Sam no tuvo más remedio que
asentir sorprendido. Sin ninguna duda, Atahualcroc era la antítesis del
crocomita que había fingido ser. En ese momento entró su madre. Ésta sonrió al
ver que ya se había despertado, y dejó sobre la mesa una jarra de leche que
traía consigo.
-¿Has descansado bien? –le
preguntó la anciana.
-Sí –respondió, Sam-. No quería
abusar de su hospitalidad. Tenían que haberme despertado.
-No es ningún abuso –dijo
Atahualcroc-, y te vendrá muy bien si, como dice mi padre, quieres cruzar las
montañas.
-¡Sentémonos! –dijo Huayncroc,
invitando a que los demás le siguieran.
Todos obedecieron y se sentaron
alrededor de una vieja mesa de madera. Cuando la mujer volvió a entrar en la
estancia, su marido y su hijo la aplaudieron y vitorearon. Traía una bandeja
con un buen muslo de murcroc. El agradable aroma que desprendía hizo que Sam
también se uniera a los aplausos. La verdad es que despellejado y pigmentado de
rojo tenía un aspecto estupendo. Sam se incorporó y le ayudó a partirlo en
varios pedazos.
-Ten cuidado –dijo el anciano-,
a mi mujer le gusta abusar del picante.
-Eso le dará calor y fuerzas
–dijo la mujer.
Sam clavó sus dientes en la
pieza de murcroc.
-Bueno, muy bueno –dijo,
expulsando el ardor que le pedía paso.
Todos comenzaron a reír.
-¿Por qué quieres subir a las
montañas? –preguntó Atahualcroc, mientras mordía su pieza.
Sam le miró fijamente, como si
dudara en contestar. De nada le iba a servir mentir. Además, era muy probable
que Atahualcroc supiera más que él.
-Creo que queda vida terrícola
en las montañas.
-No por debajo de los ocho mil
metros –dijo Atahualcroc-. Por allí hay mucha vida, pero no la que tú buscas.
Sam guardó seriedad y silencio.
Él no tenía tan clara aquella afirmación, y tenía esperanzas de que Atahualcroc
estuviera en un error.
-Aunque eso no quiere decir que
no la haya más arriba –añadió finalmente el ruborpolisiano.
Sam asintió. Prefería pensar
eso, pues tenía motivos para hacerlo.
-Desde luego, la nave que tu
hermano descubrió alguien tuvo que llevarla hasta allí. ¿Sabes dónde la
encontró?
Atahualcroc asintió.
-Mi hermano Huayncroc nos
protegió del Rey, diciendo que no tenía familia ¿Cómo supiste que...?
-El Rey me enseñó la nave y me
dijo que la había encontrado un ruborpolisiano. Luego, no sé cómo, pensé en
vosotros, y en que ningún anciano sería tan estúpido para querer ver al Rey y
pedirle un oldcroc, sabiendo que antes iba a tener que vérselas con Gengiscroc.
-Sam enmudeció de golpe. Miró fijamente a Atahualcroc, quien le devolvía la
mirada. Ahora tenía claro que ellos habían ido a la ciudad, conscientes de que
acabarían en las cárceles subterráneas para, una vez allí, esperando
encontrarse con él, rescatar a su hermano-. No sólo eres muy listo –siguió
diciendo-, sino que, además, posees mucho valor.
-Hay ocasiones en que el escaso
uso de éste nos arrebata la vida; sin embargo, también hay momentos en que el
deseo de ésta nos obliga a ejercitarlo.
Sam se volvió hacia la anciana,
a quien, ahora cabizbaja, aquella conversación la había renovado los malos
recuerdos.
-Tiene que estar orgullosa de
sus hijos y de su marido.
La mujer levantó la cabeza y le
agradeció el cumplido.
-Esta carne está exquisita –dijo
el terrícola-. Aunque debo reconocer que está algo picante para mí.
-Es cosa del crocjí –dijo la
anciana, emocionada-. Beba leche de cuycroc, le calmará el ardor.
Sam obedeció, y, llevándose el
vaso a la boca, bebió un buen trago.
Hacía rato que habían acabado
de cenar. La mujer de Huayncroc ya se había retirado, pues ella, al igual que
todas las mujeres de las tierras de Tiahuanapolis, madrugaba más que los
hombres. A decir verdad, también trabajaba más que ellos. Consciente de que
seguramente no iba a volver a verle, se había despedido del terrícola. Le deseó
mucha suerte y le prometió que iba a rezar a Rúbor por él. Sam se lo agradeció
enormemente, pues sabía que ella lo hacía de todo corazón. Algo que tampoco le
faltaba a sus dos hombres, con quienes Sam se había vuelto a unir. Lo hacía en
el pequeño jardín que tenían detrás de la casa. Huayncroc tenía preparada su
pipa de crocomhuana, y otra vez, como en su primer encuentro, se la ofreció al
terrícola, sólo que en esta ocasión éste aceptó encantado. Ya nada tenía que
ocultarles, y si ellos veían sus profundos pensamientos le daba igual. Se sentó
junto a ellos y se llevó la boquilla a la boca. Atahualcroc cogió una delgada
astilla que ardía en un pequeño fuego y la acercó al cazo de la pipa. Sam chupó
con fuerza y las secas y trituradas hojas prendieron rápidamente,
desprendiendo su fastuoso aroma, que se elevó meciéndose suavemente camino de
Rúbor.
-Son las mejores hojas que
puedas probar –dijo el anciano-. Atahualcroc mismo las arrancó de las plantas
que crecen en la ceja montañosa –Huayncroc señaló hacia las montañas- que queda
al otro lado. En ningún lugar encontrarás una calidad semejante.
Sam volvió a chupar suavemente.
Lo hizo durante varios segundos, pues la suavidad de aquel mágico sabor no
arañaba su garganta. El rico y sabroso aroma descendió hasta sus pulmones y
luego, dulcemente, ascendió hasta su cerebro. Sus ojos se acaramelaron tomando
el color de Rúbor. Otra vez aspiró suave y largamente, provocando que la
incandescencia del cazo brillara en los ojos de Huayncroc, a quien cedió la
pipa. Éste también inhaló perezosamente una calada que valía por dos terrícolas,
y sus ojos se tornaron rojizos. Atahualcroc hizo lo mismo que su padre, dando
claras evidencias de que los pulmones ruborpolisianos poseían mayor volumen que
el de cualquier terrícola. El humo ascendía con sigilo buscando al anfitrión de
aquel rito que todos los crocomitas solían llevar a cabo al hacer sus
plegarias. Sam también levantó su vista hacia la ruborizada luna. Le pareció
verla más cerca. Eso le sucedía cada vez que aspiraba, incluso creyó estar
varios palmos suspendido en el aire.
-Yo te acompañaré hasta los
hundidos Volcanes Blancos –dijo Atahualcroc-. Fue en ese lugar donde mi hermano
encontró la nave que le llevó a la muerte. A partir de allí, tu suerte
dependerá sólo de ti. Nada quiero tener que ver con tu destino.
-Te lo agradezco –dijo Sam-, o
se lo agradezco a Rúbor, si ha sido ella quien te ha llevado a hacerlo.
-Atahualcroc se ofendió-. Nada
ha tenido Rúbor que ver en mi decisión. Ella no merece ser molestada por
estúpidos caprichos terrícolas.
Sam se volvió hacia Huayncroc.
-No, no me mires a mí –dijo el
anciano-. Si Atahualcroc ha decidido acompañarte, es porque su madre se lo ha
pedido, pues quiere que, cuando alcancéis los volcanes, levantéis una hoguera
con algunas cosas de su difunto hijo. Eso servirá para que Rúbor le tenga en su
bien. Aunque nosotros hemos tratado de hacérselo creer, ella sabe que su cuerpo
no fue purificado con el fuego, como se hace con cualquier crocomita digno de
ello, sino que su alma vaga ciegamente por esta tierra. Jura haberlo visto en
sueños.
-Os pido perdón por mi
insolencia –se excusó el terrícola, llevándose la mano al corazón-, y, de todo
corazón, os doy las gracias. Puedes decir a tu mujer que duerma tranquila, pues
no volverá a ver el alma errante de su hijo.
Atahualcroc volvió a entregarle
la pipa.
-Perdona, también tú, mis
hirientes palabras –dijo el joven crocomita-, pero no es prudente reírse de la
bondad y deseo de Rúbor.
-Tienes razón, no lo es –dijo
Sam, levantando sus ojos hacia las poderosas montañas-. Además, es más que probable
que necesitemos de su ayuda ¿Cómo consiguieron bajar la nave desde ahí arriba?
-Más al norte –intervino
nuevamente el joven-, partiendo del pequeño pueblo de Copacancroc, existe un
viejo glaciar que, tras sumergirse bajo las montañas durante varias jornadas,
asciende hasta la base de los volcanes blancos. Se da un gran rodeo, pero es la
única forma posible de poder llevar a cabo tal misión. Mi hermano lo conocía, y
fue él quien debió guiar la expedición.
-¿Será ése también nuestro
camino?
Atahualcroc miró a su padre.
Esperaba a escuchar su opinión.
-Todo depende de tu valor –dijo
el anciano.
Sam se extrañó al oírle. Creía
haber dejado bien claro que estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguir
alcanzar la ciudad de Drimepolis, si es que ésta existía.
-Que no te ofendan las palabras
de mi padre –se excusó Atahualcroc-, pero lo dice porque sabe que hace falta
algo más que valor para enfrentarse a esas montañas. Como te he dicho, el
camino del glaciar es bastante más largo, de cinco a seis lunas más, pero es
mucho más seguro. Si, por contra, tomamos el gran desfiladero del Colcroc
ganaremos ese tiempo, pero podemos encontrarnos con algunas familias de
murcroc, lo que puede hacernos perder no sólo más tiempo, sino también la vida.
Sam tenía claro que él no temía
encontrarse con los murcroc. Su mente y su corazón se habían armado de valor, y
ni la más grande de aquellas criaturas le iba a despertar de su loco sueño de
alcanzar la ciudad perdida de Drimepolis.
-Bien, si sois dignos de poseer
ese algo más que hay que tener, venid conmigo y enfrentémonos a los murcroc, y
si ese don no es más que una falsa ilusión que ansiáis poseer, entonces permaneced
aquí; yo levantaré vuestra pira en honor a tu hermano. Rúbor sabrá perdonaros.
-Espero que también sepa
perdonar la insolencia terrícola –dijo el anciano-, pues si bien yo desconozco
la naturaleza de tus ofensivas palabras, sé que éstas tendrán una razón de ser.
-Os pido perdón nuevamente
–dijo Sam-, pero –miró a las montañas- la impotencia genera una incontrolada
rabia que necesita liberarse, y que siempre se manifiesta por la palabra. Ésta
es siempre su primera reacción. Es un desahogo que los terrícolas no podemos
evitar.
-¿Qué buscas ahí arriba?
–preguntó el anciano- ¿Por qué tienes tanto interés en encontrarte con los
tuyos, cuando algunos de ellos parecen querer escapar de allí?
Sam se sorprendió al oír
aquellas palabras. Realmente ellos sabían más de lo que él creía.
-Mi padre tiene razón. La nave
que mi hermano encontró no es la única que ha bajado hasta nuestras tierras. Yo
mismo he visto otras naves, e, incluso, he visto a alguno de sus ocupantes –Sam
le escuchaba emocionado-. No pude verle bien porque me encontraba lejos, pero
era extraño. No se parecía a ti. Yo diría que era deforme, si bien es cierto
que estaba agachado, buscando algo u obedeciendo a la naturaleza.
Las palabras de Atahualcroc
habían terminado por confundir más al terrícola. Sin embargo, cuanto más dudaba
de si realmente su especie había mutado o no, de cualquier manera ya los había
bautizado como futurterrícolas, más se obsesionaba con llegar a Drimepolis.
-Mi deseo no es otro que el de
salvar a mi pueblo –dijo Sam-. No me preguntéis cómo, ni por qué, pues ni
sabría deciros, ni vosotros lo entenderíais.
Ninguno de los dos crocomitas
añadió nada más. Sam era un terrícola, cierto, pero nada más sabían de él.
Había llegado hasta su planeta, igual que lo habían hecho todos sus congéneres.
No tenían ni la menor idea de que todos ellos habían viajado en el espacio y el
tiempo, y, mucho menos, que Sam, a pesar de haber llegado mil años terrícolas
después, había partido de la
Tierra un siglo antes que el resto, cien años antes de su
invasión.
-Creo que se trataba de una
mujer –dijo Atahualcroc.
-¿Estás seguro? –preguntó Sam.
-No, no lo estoy, pero si
realmente se agachó para coger algo, no debió de encontrarlo.
-¿Trataste de acercarte?
-Sí –respondió el joven
crocomita-, y ahí vino lo más extraño –Sam se acercó a él, tratando de oírle
mejor-. Me alejé de ella con la intención de dar un rodeo y aparecer a su lado,
pero cuando estaba llegando a ella, todavía lejos de su vista, tras una pequeña
colina, la sentí correr. Era como si algo la hubiera alertado de mi presencia,
y fue imposible que me viera. Al momento la nave se levantó a mi espalda y se
alejó. Su oído debe ser prodigioso.
-¿Cómo era la nave? –preguntó
Sam, completamente emocionado- ¿Se parecía a la que encontró tu hermano?
-Atahualcroc miró a su padre-.
Lo que te estoy contando sucedió después de que mi hermano encontrara la nave
abandonada.
Sam no podía creerlo. ¿Quién
era aquella persona que, incluso habiendo perdido una nave y poniendo su vida,
o la de su pueblo, en peligro seguía descendiendo hasta el nacimiento de
aquellas montañas? O, mejor dicho, ¿qué podía buscar? Su mente no daba abasto
con tantas preguntas sin respuestas. La ansiedad se apoderaba de él, y el deseo
de partir era cada vez mayor.
-Fumemos otro poco –dijo el
anciano, mientras prendía una nueva pipa-. Os ayudará a relajaros y mañana
estaréis listos para iniciar la marcha.
Sam asintió. Cuando el anciano
le pasó la pipa, la cogió y chupó larga y plácidamente, igual que antes habían
hecho sus dos compañeros. Ahora tenía el alma llena del plácido aroma de la
crocomhuana, y su mente repleta de preguntas.
Cuando los primeros rayos del
sol Croc bañaron la ladera este de las montañas, Sam y Atahualcroc ya habían
dejado la ciudad. La impaciencia terrícola había hecho que el ruborpolisiano
decidiera partir antes del alba. Ni siquiera su madrugadora madre se había
levantado, ni ninguno de los pocos oldcroc que quedaban en el barrio noble
había gruñido con sus gritos de despertar que anunciaban que tenían hambre. Sólo
Magcroc lo había hecho tímidamente, y no porque su estómago le avisara de ello,
sino porque se veía obligado a abandonar aquel paraíso que había descubierto.
Pero su tristeza no tardó en desvanecerse, pues él mismo podía comprobar cómo,
a medida que avanzaban, la hierba era cada vez más fresca y esponjosa. A cada
paso sus pezuñas se hundían más en la tierra. Eso le gustaba. Le agradaba tanto
que no volvió a mostrar la menor queja, ni siquiera cargando con los dos
hombres. Seguramente porque aquellas primeras rampas que les metían en las
montañas no eran demasiado pronunciadas. Pertenecían a viejas montañas formadas
en los primeros tiempos de Crocom, en las cuales la erosión se había encargado
de desdibujar las rectas formas de su abrupto nacimiento.
Los dos hombres iban montados
sobre Magcroc. Era preferible hacerlo ahora que no más tarde, cuando realmente
comenzara el camino peligroso. Atahualcroc había tomado las riendas mentales
del animal, y era el encargado de ir ordenando al animal los senderos que éste
debía tomar. Sam se limitaba a captar aquellas órdenes y a acurrucarse bajo la
manta invisible que, cubriendo sus cuerpos, les protegía de la matutina brisa
que caía de las montañas. Sólo sus cabezas escapaban de ella. El ruborpolisiano
conocía como nadie aquel camino, por eso le bastaba con enviar simples ondas
mientras su mente trataba de seguir durmiendo, de guardar fuerzas para cuando
fuera necesario. Derecha, izquierda, de frente. Eso bastaba para que el oldcroc
obedeciera fielmente. Eso y que cada decena de pasos daba un tremendo bocado
que arrancaba un manojo de hierba que plácidamente masticaba y saboreaba hasta
dejarlo caer en su voluminoso estómago. De vez en cuando, cuando Sam captaba
las ondas que Atahualcroc enviaba al animal, él dirigía su mirada en una
dirección o en la otra. Si Magcroc obedecía, virando a la derecha, dejando
atrás la ciudad, él alzaba su vista hacía las ya brillantes cumbres con el
deseo de que algo nuevo apareciera frente a ellos; y si Magcroc, en su obligado
zigzagueo, lo hacía al contrario, hacia la izquierda, entonces él dejaba caer
su mirada hacia la legendaria ciudad, esperando que la incesante lejanía le
cegara el detalle de las empedradas avenidas.
Magcroc se detuvo. También el
terrícola había captado las ondas de aquella orden.
-¿Por qué nos detenemos?
–preguntó Sam.
-Debemos dar un respiro a tu
animal.
Sam se fijó en su oldcroc y en
el camino que habían recorrido. Atahualcroc tenía razón. Las pendientes no
habían sido pronunciadas, pero llevaban rato subiendo y todavía les quedaba
mucho más.
-No deberías haberlo traído
–dijo Atahualcroc, acariciando el lomo del animal-. El tiempo y las fuerzas
que ganemos ahora lo perderás más allá de los Volcanes Blancos. Allí las
montañas son jóvenes y rebeldes. Te obligarán a buscar amplios y cómodos
callejones que le permitan continuar. -Sam miraba pensativo a su animal-. Si
quieres, volverá conmigo y te esperará en mi casa hasta que regreses.
Magcroc parecía estar
escuchando aquella conversación. Parecía hacerlo prestando mucha atención,
como si esperara la respuesta de su amo.
-¿Te dice algo el nombre de
Lordroxtoncroc? –preguntó Sam.
Atahualcroc asintió. También
pareció hacerlo Magcroc.
-Sí. Es un gran amigo. Ha
estado en mi casa en varias ocasiones, y hemos compartido viajes y crocomhuana.
-Si en la alta meseta existen
oldcroc y otras criaturas, quiere decir que hay un camino para llegar hasta
ella. Allí dejaré que me espere, y los dos regresaremos juntos.
-Puede que no sobreviva. Es un
animal de ciudad. No está acostumbrado a la salvaje vida que reina en las
cumbres.
-Es fuerte y listo –añadió
Sam-. Si ha sobrevivido en la civilización de Crocom, también lo hará entre los
suyos.
Atahualcroc no dijo nada más,
se limitó a pensar ocultamente. Acababa de escuchar el subconsciente del
terrícola. Si él había sobrevivido entre unos extraños de otra especie, cómo no
lo iba hacer entre los de su propia estirpe.
Magcroc reanudó la marcha
lentamente, tomando un sendero que, ascendiendo hacia el norte, les llevaba
camino de un pequeño valle que se asentaba justo al otro lado de esa primera
cadena de pequeñas montañas que ya estaban dejando atrás. En las tierras de
Tiahuanapolis todos conocían el nombre del valle, aunque pocos se habían
molestado en llegar hasta él. Lo llamaban el “Valle del Encuentro”, porque fue
en sus praderas donde se encontraron todos los terrícolas que huían de la rebelión
crocomita. Una vez allí, tomando el camino que el hundimiento dibujaba,
ascendiendo hacia el noroeste, una nueva cadena montañosa se levantaba sobre la
anterior. En ella ya comenzaba a mezclarse la grisácea juventud de la piedra
que dominaba en la ciudad y la suave madurez de las ancianas montañas bajas.
A última hora de la tarde, los
dos hombres caminaban a pie descendiendo la ladera oeste, y adentrándose en los
campos del “Valle del Encuentro”. Más atrás, obligado por la resbaladiza
pendiente, despacio y con cuidado de no caer rodando, lo hacía Magcroc.
El Valle del Encuentro era un
estrecho paso en forma de “V”, cuyo lado oeste se levantaba más verticalmente
que su opuesto. Era curioso, pero ni siquiera el tiempo había podido borrar las
marcas de los senderos abiertos por el éxodo terrícola a su llegada al
esperanzador valle. Lo habían hecho por cientos de diferentes caminos, pero
todos ellos, sin excepción alguna, desembocaban en el mismo surco, el que
formaba el continuo vértice en que concurrían aquellas dos paredes. Casi mil
años después, éste seguía siendo el único camino posible para lograr llegar a
los Volcanes Blancos.
Una larga y abrupta sombra
ascendía rápidamente por la débil ladera. Era la silueta de las altas cumbres
que se erguía sobre ellos. Croc se ocultaba tras ellas, trayendo consigo la
oscuridad de la tarde y, en poco tiempo, la de la noche.
-Tenemos que alcanzar
–Atahualcroc señaló hacia el final del sendero- las rocas, antes de que
anochezca. No podemos pasar la noche en campo abierto bajo el oscuro manto,
seríamos unas presas realmente fáciles, incluso para el más ciego de los
murcroc.
-Creí que tan abajo sólo
bajaban aquellos que estaban heridos.
-Y así es, pero algunas veces
el hambre aprieta obligándoles a caer hasta aquí, seguramente en busca de esos
compañeros heridos. Las rocas nos protegerán.
Sam le miró no muy de acuerdo
con él. Había visto que Rúbor y Urcroccrom estaban frente a ellos. Éstos les
alumbraban el camino y les permitían seguir. Sam estaba dispuesto a no perder
ni un instante.
-Creo que tus dioses están con
nosotros. Podemos seguir hasta que nos abandonen con su mirada y nos cieguen el
camino.
Atahualcroc se detuvo y se
volvió hacia él. No sabía si Sam hablaba en serio o si volvía a reírse de sus
creencias. Le miró fijamente, pensó sus palabras, y después habló.
-Nunca te fíes por completo de
tus dioses, pues, a menudo, se vuelven egoístas y débiles y se olvidan de
quienes los adoran.
Dicho y hecho. Parecía que
Atahualcroc conocía bien la bondad y, sobre todo, el poder de sus dioses. No
habían avanzado más de unos metros cuando una nube, una invisible y lejana
nube, se meció desde la nada y cayó frente a Urcroccrom, acercándoles la noche.
Sam no dijo nada. No tenía palabras si no eran para alabar a su acompañante;
por eso, prefirió guardar silencio. Sólo Magcroc emitió un tímido gemido de
terror. Él no conocía las montañas, y en el resto del planeta no existían las
nubes, ni nada parecido que cegara tan bruscamente el poder de sus astros.
-Tranquilo, amigo –dijo con una
orden Atahualcroc al animal. Luego se dirigió al terrícola e imprimió fuerza a
sus palabras. -Cuando alcancemos el embudo habremos llegado al estrecho
“Desfiladero del Paso Hundido”. Allí, cerca de los dos mil metros sobre el mar
de Rúbor, acamparemos hasta el nuevo día.
-¿Desfiladero del Paso Hundido?
–repitió el terrícola, extrañado con aquel nombre.
-Sí –volvió a decir
Atahualcroc-. Lo llamamos así porque esa es la profundidad máxima a la que se
sumerge. Vosotros no ponéis nombres a las cosas.
-Sí, claro –dijo Sam.
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo –Sam pensó-. Por
ejemplo, teníamos un desfiladero, un enorme desfiladero al que llamábamos Cañón
del Colorado.
-¿Colorado? Acaso teníais a
Rúbor para darle color.
-No, no –dijo Sam, entre
risas-, pero la tierra poseía su mismo color. Además usábamos ese mismo nombre
para otras cosas. Un cañón, una tierra, incluso había varios ríos en distintos
lugares que compartían ese nombre.
Atahualcroc comenzó a reír.
-¿Qué más nombres teníais?
-Pues… –Sam pensaba mientras
avanzaban-. Hay algo que siempre me ha llamado la atención. –Atahualcroc
contuvo su risa-. Teníamos cientos de pueblos y ciudades que hacían honor a hombres
santos: Santa Mónica, Santa Marta, San José, San Antonio, y un sinfín más que
no recuerdo.
Atahualcroc mostró su
escepticismo.
-Entre nosotros sólo ha habido
y hay un hombre santo, Meneltrescroc y su familia, pero su nombre nunca ha
servido de epónimo para ninguna ciudad.
-No te preocupes –se lamentó el
terrícola-. Ninguna de mis santas ciudades arrastra el apellido de la paz.
Allí quedaron sus risas. Los
dos sabían que los terrícolas no podían alardear de tal virtud. Tampoco hubo
más palabras, ni ondas; ni siquiera para Magcroc, quien, en su lento caminar,
se había adelantado a ellos y ya había alcanzado el estrecho paso.
El “Desfiladero del Paso
Hundido” marcaba el fin del “Valle del Encuentro”. Era un callejón muy
estrecho. No tanto como el final de la calle Crolili. Recuerdo que llegó a la
mente terrícola al ver la pequeña maniobra que Magcroc tuvo que llevar a cabo
para pasar el primer recodo. Tras él, unos pasos más adentro, se abría un
pequeño espacio, suficiente para que se echaran los tres viajeros. Atahualcroc
y Sam se sentaron apoyando sus espaldas contra uno de los muros. Frente a ellos
lo hizo el oldcroc. El volumen de su cuerpo servía de parapeto para detener el
aire que se enfilaba hacia ellos por el delgado cañón. Atahualcroc cogió su bolsa
de viaje y sacó un pedazo de queso y carne de murcroc. Sam le miró fijamente.
Algo rondaba en su mente y su compañero pareció darse cuenta.
-¿Qué sucede?
-Nada –respondió el terrícola-.
Este momento me ha recordado a un amigo.
Sam recordaba su viaje por el
cañón del Crocomdra. Allí había vivido un momento semejante junto a su amigo el
príncipe Merenpcroc, y ahora se preguntaba qué estarían haciendo sus amigos. El
propio príncipe; su hermana, la princesa Crocpatra; y su gran compañero, el
viajero y escritor Marcroc Polcroc. ¿Se acordarían ellos de él? Seguro que sí.
Cuando Atahualcroc despertó,
todavía a oscuras, Sam ya estaba preparado para proseguir la marcha. Las montañas
ocultaban la temprana luz del sol Croc, pero la escasa presencia de las dos lunas
hacía suponer que el día ya había comenzado su andadura. Sam tenía el mapa de
Marcroc Polcroc en sus manos. En él dibujaba y anotaba los nombres de los
nuevos lugares que Atahualcroc le había dado a conocer. De momento lo hacía
sobre el dibujo de las cercanas montañas. En ellas había situado el “Valle del
Encuentro” y el “Desfiladero del paso hundido”.
-Nadie conoce estos parajes con
esos nombres –dijo Atahualcroc, echando un vistazo al mapa-. Todo Crocom los
conoce simplemente como “Las Montañas de la Muerte ”. Sólo nosotros, los ciudadanos de Ruborpolis,
utilizamos estos nombres, pues para nosotros aquí existe algo más que la muerte;
también hay vida.
-Vosotros… ¿no las llamáis
“Montañas de la Muerte ”?
-Sí. Pero para nosotros éstas
comienzan más allá del “Valle de los Volcanes Blancos”; por eso nunca sobrepasamos
ese lugar –Sam asintió. Sabía que ese era el punto final de su compañero de
viaje-. Si quieres puedes añadir algunos nombres más a tu mapa. Cuando salgamos
de este desfiladero, nuestros ojos quedarán cegados. Habremos llegado a las
“Montañas de Cristal”.
Sam se sorprendió al oír aquel
extraño nombre y se dispuso a anotarlo en su mapa, pero antes prefirió
preguntar el porqué de aquel apodo.
-¿Tanto brilla su suelo para
merecer tan insólito nombre?
-Atahualcroc le miró a los
ojos. –Eso piensan algunos de mis antepasados. Aunque ahora su resplandor sólo
puede ser visto en ciertos momentos. Hay que estar en el ángulo y la hora
adecuada. Nosotros seremos afortunados si partimos ya; así que no perdamos más
tiempo.
Sam asintió.
-¿Y para los demás? –preguntó
Sam, poniéndose en pie.
-¿Los demás? –repitió
Atahualcroc incorporándose, fingiendo no entenderle.
-Sí. Los demás ruborpolisianos.
¿A qué creen que se debe ese nombre?
Atahualcroc se volvió y envió
una onda para que el oldcroc despertara.
-Ah, eso. Para otros, el brillo
de las montañas se debe a las lágrimas terrícolas. Hubo tantas que bañaron la
ladera y con sus propias pisadas quedaron cristalizadas en la tierra.
La pluma de Sam se detuvo antes
de llegar a palpar el viejo papiro.
-Una vez arriba –prosiguió
Atahualcroc-, atravesaremos el “Valle del Perdón”. Tras éste, yo habré llegado
al final de mi viaje. Estaremos en las tierras del “Valle de los Volcanes
Blancos”. ¿No lo anotas?
Sam levantó la vista hasta los
ojos de su compañero.
-De nada me servirá apuntarlos
si no llego nunca a conocerlos. Cuando haya dejado atrás esos lugares, la
situación que de ellos haga en mi mapa será más exacta.
Atahualcroc se dio cuenta que
aquellos nombres habían herido al terrícola, por lo que no dijo más. Se volvió
nuevamente hacia el oldcroc y le volvió a enviar la orden. Éste había
obedecido, pero al ver su parsimonia había decidido volver a echarse.
-Sí, prosigamos –dijo el
terrícola.
-Espera –suplicó el crocomita-.
Rúbor espera mis oraciones.
Sam asintió con la cabeza, no
podía negarse. Atahualcroc avanzó algunos metros, perdiéndose de su vista, y
se colocó en dirección a la posición de su luna, ya fuera de su visión. A ella
dirigió sus pensamientos y sus plegarias.
Sam no se percató de que su
compañero había retomado la marcha hasta que Magcroc comenzó a moverse,
basculando su oblongo estómago de un lado a otro, casi rozándolo con las
afiladas paredes del estrecho pasadizo. Durante algo más de una hora continuaron
ascendiendo lentamente. Como el pasillo era tan angosto, Sam no pudo adelantar
al animal y alcanzar a Atahualcroc hasta que salieron de él. Magcroc se detuvo
obedeciendo los movimientos de su predecesor. Fue entonces cuando Sam aprovechó
para unirse al ruborpolisiano. Éste se había detenido para contemplar el
cristalino mar vertical de destellos multicolores. Sam quedó anonadado, creía
estar frente a un enorme diamante de tamaño inmensamente superior al que él
había llegado a ver en alguno de los nuevos planetas conquistados y
posteriormente desolados. Se adelantó a sus compañeros y se agachó. Frotó sus
dedos contra el suelo y se los llevó a la boca.
-Sal –dijo, con una risa
lastimera.
-Tengo entendido que las
lágrimas terrícolas poseen ese sabor –añadió Atahualcroc.
-También lo poseen algunas
rocas –insistió Sam, volviéndose hacia él.
-Cierto –dijo Atahualcroc,
dejando claro que él nunca había creído esa versión-, y seguramente que el
brillo de estas formaciones sea mucho anterior al éxodo terrícola. –Sam volvió
a reír-. Ya sabes, son leyendas. La gente llega a creer en ellas más que en su
propia vida.
Avanzaron durante todo el día
con el sol a sus espaldas. Habían atado sus bolsas de viaje sobre el lomo de
Magcroc, pero ellos caminaban a pie. Las nuevas rampas eran pronunciadas y
resbaladizas, lo que obligó a Sam a envolver las pezuñas del oldcroc. Igual que
habían tenido que hacer, tiempo atrás, en el “Valle Encantado”. Con la llegada
de la tarde, la brillante ladera había perdido su vida y su color, lo que le
dio un aspecto rosáceo y pálido, semejante al de un viejo lago salado.
Volvieron a ver cómo la larga sombra que precedía al anochecer ascendía más
rápida que ellos por la ladera que ya había quedado a sus pies, y, poco a poco,
sintieron la llegada del fresco nocturno. No sólo no habían alcanzado la cima
de aquella cordillera de cristal, sino que todavía les quedaba gran parte del
camino. Cuando Atahualcroc se volvió para ver el trayecto que habían cubierto y
luego miró fijamente al terrícola sin decir nada, éste comprendió perfectamente
el porqué de aquella mirada. Iban muy atrasados, y todo porque Sam se había
empeñado en que Magcroc les acompañara. No les quedaba otra opción, tenían que
seguir caminando durante toda la noche; y así lo hicieron. No tenían peligro de
hacerlo, pues mientras estuvieran en las “Montañas de Cristal”, los murcroc no
les atacarían; ni siquiera de noche. Los cristales de las sales actuaban como
extraños espejos que reflejaban la figura que se presentaba frente a ellos, pero
con un tamaño mucho mayor. Eso los ahuyentaba de la cristalina montaña. Pero no
sólo asustaba a los murcroc, también a los oldcroc, por eso no tuvieron más
remedio que cubrir sus ojos con una venda.
La última parte de las
“Montañas de Cristal” era una pequeña llanura desierta que, con la brillante
luz de Urcroccrom, reflejaba infinidad de diminutas estrellas, confundiéndola
con el propio manto celeste. Ya en ésta, los dos hombres habían montado sobre
el oldcroc, lo que, de vez en cuando, les permitía perder el conocimiento y
descansar su mente.
Magcroc notó en sus pezuñas que
la textura del suelo había cambiado. Pasaba de ser liso y resbaladizo a ser
rocoso y firme. El nuevo tacto le hizo emitir un extraño rugido que no se sabía
si era provocado por la emoción de abandonar aquel terreno o por la desilusión
de no volver a pisar la esponjosa hierba de los frescos prados. Atahualcroc,
consciente de que el oldcroc iba a mostrar su queja, despertó y, con un salto,
descendió de él. Le retiró la venda que cubría sus ojos y le quitó las telas
que protegían sus pezuñas. Luego le ordenó avanzar hacia las rocas más
cercanas. Sam seguía sobre su lomo, dormido e inconsciente a lo que estaba
sucediendo. El crocomita caminó a pie hasta alcanzarlas. Era momento de descansar.
Todos lo necesitaban antes de tomar el pequeño, pero peligroso, “Valle del
Perdón”. Cuando llegaron a las rocas, Magcroc cayó rendido doblando sus patas
para echarse. Fue cuando Sam abrió sus ojos, pero tuvo las fuerzas justas para
echarse junto al animal. Atahualcroc también hizo lo mismo que sus compañeros.
Estaba seguro de que allí no corrían peligro. Conocía aquel rincón y sabía que,
desde lo alto, éste quedaba fuera de la visión de los murcroc.
El “Valle del Perdón” no era
más que un corto camino que unía el final de las “Montañas de Cristal” con el
cañón del Colcroc; una explanada abierta, propicia para ser atacado, y en la
que no daba tiempo más que, bajo el pánico, suplicar perdón por todos los males
cometidos. Ese era el trágico origen de aquel nombre.
Cuando el feroz estómago de
Magcroc rugió despertando al animal y avisándole que tenía que comer, éste
comenzó a incorporarse para ir en busca de hierba. Con su torpe levantar
despertó a los dos hombres. Atahualcroc se enfadó y rápidamente le ordenó que
se quedara quieto. No quería que el oldcroc saliera a campo abierto a plena luz
del día, pues eso delataría su presencia allí. Pero Sam, más cabezota que el
oldcroc, también se levantó de un salto.
-El oldcroc tiene razón,
debemos seguir. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí. Hemos llegado con el
alba y ya queda poco para que el día llegue a su fin.
-No hemos perdido ningún tiempo
–dijo Atahualcroc, bajando su voz e invitando a que Sam hiciera lo mismo-.
Hemos hecho lo que teníamos que hacer: descansar y esperar la presencia de las
dos lunas. –Levantó su vista hacia el cielo-. Todavía debemos esperar más.
Comeremos algo e iniciaremos la marcha cuando Rúbor y Urcroccrom estén frente
a frente.
-No te entiendo –dijo el
terrícola, con voz tenue-. Hace unos días no podíamos viajar de noche y ahora
tenemos que esperar a que su manto nos cubra.
Atahualcroc sacó algo de comida
de su bolsa y la repartió con su compañero. Sam se sentó otra vez y los dos
comenzaron a comer bajo la envidiosa mirada del oldcroc.
-El “Valle del Perdón” y el
cañón de Colcroc corren de este a oeste. Si avanzamos de día, sólo la sombra
que Croc proyecte sobre el suelo nos servirá de aviso, y cayendo ésta a
cualquiera de los lados, o tras de nosotros, no percibiremos un ataque. Pero si
lo hacemos bajo el flujo de mis dos lunas, serán dos sombras las que se
proyecten sobre nosotros. De esa forma, venga de donde venga el ataque, la
propia sombra del murcroc nos avisará de su presencia.
Sam había quedado mudo con
aquel razonamiento. Acaba de recibir otra buena lección de un experto cazador.
-Los murcroc son listos –añadió
Atahualcroc-. Dependiendo del momento del día, atacan desde un lado o desde
otro, pero por la noche parecen no poseer ese don para la sorpresa. Seguramente
porque su vista sólo sea nítida con las altas luces del día, mientras que en la
oscuridad ésta sea borrosa y confusa.
No había más que decir. Sólo
quedaba esperar.
Aprovecharon el poco tiempo de
luz que quedaba para llenar sus estómagos y reponer energías. Magcroc fue el
único que no llenó su panza, pero tampoco le faltó un pedazo de queso que
saborear. Por supuesto, nada de carne de murcroc. Ésta estaba prohibida para
los oldcroc, aunque, a decir verdad, ellos mismos la rechazaban. Cuando la
pobreza de la noche reinó sobre ellos y el perfil opuesto de sus lunas se
miraba fijamente, Atahualcroc les dio permiso para levantarse y reanudar la
marcha. Tenían que avanzar los tres juntos.
Realmente el “Valle del Perdón”
poco tenía de valle; más bien era una pequeña explanada, una ridícula meseta
abierta que, eso sí, caía ligeramente hacia el oeste, donde, bruscamente y sin
previo aviso, se sumergía en la siguiente cordillera. Poco más de unos minutos
bastaron para que, con paso raudo, alcanzaran la base de ésta. Allí, separando
la cadena montañosa en dos, se abría una gran boca, una brecha que rápidamente
se convertía en una profunda garganta. Su anchura era de varios cientos de
metros, pero éstos se quedaban en unos pocos pasos al levantar la vista, pues a
ambos lados las paredes se elevaban más allá de los tres mil metros.
-Aquí comienza el cañón del
Colcroc –dijo Atahualcroc con un susurro.
Sam se detuvo y volvió sobre
sus propios pies, escrutando con la mirada el camino que acaban de recorrer.
Inconscientemente dejó escapar una carcajada.
-¡El “Valle del Perdón”! –dijo
para sí-. Acaso no tenía él nada que debiera ser perdonado.
-Atahualcroc se volvió hacia
él. –Vamos, debemos seguir –dijo, mirando a su alrededor-. Estas paredes
esconden las guaridas de muchos murcroc.
-No temas –dijo Sam, seguro de
sus palabras y dando muestras del porqué de sus risas-. No nos pasará nada. Lo
había olvidado.
Cogió su bolsa de viaje y sacó
sus prismáticos anunciáticos. Giró el anillo temporizador de éstos y se los
entregó a su compañero.
-¡Toma! Mira a ver si ves algo
extraño.
Atahualcroc se llevó las lentes
a los ojos y escudriñó todos los horizontes posibles. Norte-sur, este-oeste,
arriba-abajo.
-¿…Y bien?
-¿Algo sospechoso? –preguntó
Sam, seguro de la respuesta que iba a escuchar.
-Nada –respondió Atahualcroc.
-Exacto. Nada –volvió a decir
Sam, bajo la estupefacta mirada del crocomita.
-No te entiendo.
-Lo que has visto a través de
estas lentes no es el presente, sino lo que va a suceder dentro de treinta
segundos.
-¿Qué...? ¿Qué… qué quieres
decir?
Sam asintió con una nueva
sonrisa. Sabía que su amigo había comprendido perfectamente lo que le decía.
-Es una poderosa arma –dijo
Atahualcroc irónicamente, consciente de que la naturaleza de aquel objeto no
había sido otro sino el de facilitar la victoria en la guerra-, pero en treinta
segundos los murcroc tienen tiempo de sobra para atraparnos entre sus garras y
regresar a su nido.
-Está bien –dijo el terrícola,
volviendo a girar el anillo temporizador-. Lo pondré a tres segundos, uno por
cada uno de nosotros, y no despegaré mis ojos de él.
Y así fue. No avanzaban más de
un par de metros sin que Sam echara un ojo a su alrededor a través de sus
prismáticos. De vez en cuando, si Atahualcroc se mostraba inseguro, le cedía el
honor de ser él mismo quien vigilara, y quien cada vez que lo hacía seguía sin
dar crédito al poder de las lentes.
Por su parte, Magcroc,
inconsciente al peligro que les acompañaba, no paraba de detenerse una y otra
vez cuando en su camino tropezaba con una hermosa y apetitosa planta de tallum;
alguna, incluso, desconocida para su paladar. Eso enfurecía a Atahualcroc,
quien, de la misma manera, una y otra vez le hacía correr para que los
alcanzara nuevamente. No podían pararse, tenían que mantener una marcha fija
que él mismo había marcado. Sam no dijo nada. Él llevaba rato levantando su
vista hacia las dos lunas, pues le parecía extraño que éstas no se movieran con
su imparable movimiento de traslación. Era como si Rúbor y Urcroccrom
estuvieran siguiéndoles con su mirada. Sin embargo, él las había observado
muchas otras veces y nunca las había visto permanecer tan fijas.
-¿Te inquieta algo, amigo?
–dijo Atahualcroc, sin dejar de caminar.
-¿Por qué lo preguntas?
–respondió el terrícola.
-Desde hace rato te has
olvidado de los murcroc y sólo diriges tu vista hacia nuestras lunas.
-No sé, pero…
-Sé lo que estás pensando, pero
si ellas cambiaran de posición respecto a nosotros, ¿de qué nos valdría haber
esperado su presencia? –Sam se encogió de hombros-. El valle del Colcroc es una
brecha que se abre dibujando un arco en sentido noroeste, y el paso que he
marcado a seguir coincide con su velocidad de traslación; por eso, durante todo
nuestro trayecto, no dejan de vigilar nuestro frente y nuestra espalda. Por una
vez la naturaleza es bondadosa con nosotros.
Sam asintió y recogió los
prismáticos que le entregaba su compañero. Atahualcroc le había convencido de
que haciéndole caso no iban a sufrir ningún imprevisto. Envió sus ondas para
que Magcroc corriera hasta ellos y se echara al suelo. Invitó a Atahualcroc a
que se sentara sobre el animal y después, dando la espalda al crocomita para
vigilar el flanco trasero, lo hizo él.
Así fue como los tres tomaron
rumbo noroeste. Tenían toda la noche para llegar al “Valle de los Volcanes Blancos”.
Sólo allí, a pie de los hundidos volcanes, se detendrían. Como los cálculos de
Atahualcroc hacían referencia al paso marcado por un humano, y ellos avanzaban
sobre el lomo del cuadrúpedo, de vez en cuando le ordenaba detenerse, cosa que
agradaba enormemente al animal, pues siempre que recibía la orden de hacerlo,
junto a él, no faltaba una planta de tallum. Se detenía, la arrancaba con su
doble dentadura y luego, tras iniciar la marcha, la masticaba y saboreaba hasta
que nuevamente recibiera la orden de volver a detenerse. Así una vez tras otra.
Fue tanto el tallum que comió que en el último tramo del camino ya no podía más
que olfatear el fresco aroma que desprendían las coloridas ramas.
Así pues, llegaron a su destino
en el momento previsto y sin ningún contratiempo. Habían visto cómo los
descomunales muros que les habían acompañado durante toda la noche iban
cediendo su poder poco a poco, desde los tres mil metros del inicio del cañón
hasta lamer el final de éste, donde presenciaron cómo el rojo y azul del
amanecer cegaban los vivos ojos que les habían protegido. Por fin habían
llegado al “Valle de los Volcanes Blancos”, destino final de Atahualcroc.
El “Valle de los Volcanes
Blancos” era una extensa explanada repleta de pequeños agujeros, algo que desconcertaba
a quien la veía por primera vez. Como Sam, quien sí esperaba una llanura, pero
repleta de pequeñas colinas. Sin embargo, lo único que encontró al salir del
Cañón del Colcroc fue una vasta y oscura llanura, de la que se elevaban algunas
coloridas columnas de humo, prueba que, y aquí sí había relación con su nombre,
todavía quedaban volcanes activos. Tiempo atrás, aquellos miles de cráteres no
se escondían a los ojos, sino que contrariamente se elevaban como pequeñas
montañas lunares llenas de vida. Pero una extraña fuerza, seguramente un
fuerte temblor, levantó el terreno provocando el extraño hundimiento de sus
humeantes y ardientes bocas. Algunas quedaron selladas para siempre, pero
otras, las más activas, todavía permanecían vivas.
Atahualcroc había decidido
adentrarse entre las coloridas columnas de humo y vapor. Sabía que de esa
forma mantendrían lejos a los murcroc, pues estos huían del fétido olor de los
vapores. Allí estarían seguros mientras levantaban la pira en honor de su hermano
Huayncroc. Nada ni nadie distinguiría su humo, salvo la única excepción de
Rúbor. Ella sí percibiría la ofrenda para que acogiera el alma del crocomita.
Como las piras que se
levantaban para Rúbor tenían que hacerse en la oscuridad de la noche, tuvieron
que esperar hasta que ésta se hiciera uniforme y densa. Eso les obligó a pasar
el día ocultos en el interior de uno de los apagados cráteres volcánicos. Sam
no estaba muy de acuerdo con aquella pérdida de tiempo, pero había dado su
palabra de que ayudaría a levantar el sagrado fuego y de que mostraría sus
respetos a la idolatrada luna.
El terrícola cumplió su
promesa, pero no de la misma manera que lo hizo Atahualcroc. Los dos hombres
estaban frente al fuego que ya ardía vivamente, llevándose consigo el mísero
aliento que quedaba entre las pertenencias del joven Huayncroc. Su hermano,
arrodillado frente a la verdosa llama, con sus ojos cerrados y sus manos en
alto, enviaba sus ondas, suplicando a Rúbor para que recibiera en su seno su
deambulante alma. Sam estaba algo más separado. Él había sido rápido en sus
súplicas. Incluso demasiado largas para sus creencias. Sin embargo, Magcroc sí
parecía formar parte de aquella ceremonia. Él sí era un verdadero crocomita, y
su especie, por muy animal que fuera, también tenía su manera de dirigirse a
Rúbor.
Sam captaba perfectamente las
ondas que Atahualcroc enviaba a su luna, por eso se sorprendió cuando al cabo
de un rato éste se derrumbó suplicando perdón para él. También Magcroc se
percató de las húmedas ondas. Atahualcroc bajó sus manos y abrió sus ojos, pero
no dejó de mirar la purificante llama.
-Yo envié a mi hermano a la
muerte –dijo, entre lágrimas, sin volverse hacia Sam. Éste no contestó. -Mi
madre no lo sabe, pues si no perdería dos hijos y no uno.
Hubo unos momentos de silencio,
luego Atahualcroc se echó hacia atrás, sentándose junto al terrícola. Sus ojos
estaban húmedos por la pena crocomita, aquella que desprendía las incoloras
lágrimas.
-Yo fui quien encontró la nave
que condenó a mi hermano. Le pedí que se olvidara de ella, pero no me hizo
caso. Quiso gloria, y que el nombre de un ruborpolisiano quedara grabado para
siempre en la historia de Crocom, pero sólo consiguió ser eterno en la memoria
de su familia.
-No debes culparte por ello
–dijo Sam, poniendo su mano sobre el hombro de su amigo-. Algunas veces,
quienes controlan nuestras vidas, porque nosotros mismos hemos decidido que
sean ellos quienes lo hagan, hacen cosas que no aprobamos, y no por eso debemos
sentirnos culpables. –Atahualcroc le miraba tratando de contener las lágrimas-.
Es una lucha entre mente y corazón, y sólo cuando éste último es más débil que
la primera debemos darnos por perdidos. A pesar de que los crocomitas poseéis
una poderosa mente, creo que más poderoso es vuestro corazón.
Atahualcroc comenzó a asentir
lentamente. Las palabras terrícolas le habían animado.
-Qué sabios son mi rey y mi
príncipe por acogerte como uno más de nosotros. Ellos, sin duda, también
conocen tu corazón y saben que en nada se diferencia éste del nuestro. –Los dos
se miraban fijamente-. Has de tener cuidado en tu ciudad, pues allí las mentes
son mucho más poderosas que los motores que las impulsan.
Sam se sorprendió al oír
aquello. ¿Qué más sabía Atahualcroc?
-Cuando vi a la mujer
terrícola, unas extrañas ondas llagaban hasta mí. Unas ondas que nunca antes
había captado. Creo que descubrió mi presencia sin verme ni oírme.
Sam sonrió con escepticismo.
-Tendrá unos prismáticos
anunciáticos y seguramente te vio cuando te acercaste. Por eso ella se anticipó
a tu presente y corrió antes de que pudieras verla.
-Ya he pensado en ello –dijo
Atahualcroc, con una negación de su cabeza-. Pero no. No, no. Estoy seguro que
no llevaba nada colgado en su pecho, ni en sus manos. Nooo. Creo que fue su
mente lo que la hizo percatarse de mi cercana presencia. Deben poseer la
cualidad de poder levantar una especie de barrera que al ser rebasada les avise
de esa intrusión. Un arma semejante a tus prismáticos, pero que está dentro de
su mente.
Sam permaneció mudo, mirando a
su compañero de viaje. También él había estado pensando en la mujer
futurterrícola y en cómo ésta había desaparecido antes de poder ver a
Atahualcroc, pero él había achacado todo aquel mérito al poder de unos
prismáticos como los suyos. Ahora su teoría había sido echada por tierra.
¿Estaría Atahualcroc en lo cierto? ¿Cómo podía ser que el cerebro detectase
otra presencia sin ser por medio de sus sentidos perceptivos? ¿Había llegado el
dominio de la mente a tal punto que era capaz de percibir ondas estáticas, o
acaso percibía un aumento de calor? Algunas máquinas lo hacían ya en su tiempo.
Las nuevas preguntas no hacían más que reavivar su ansiedad por llegar a la
ciudad futurterrícola.
-¿Estás seguro que no quieres
venir conmigo?
Atahualcroc le miró en silencio,
como si dudara de su respuesta.
-Nada se nos ha perdido a los
crocomitas ahí arriba. Desde el inicio de los tiempos, “Las Montañas de la Muerte ” y lo que queda por
encima de ellas, nos ha sido prohibido. Es la tierra de los animales salvajes,
el origen de los orígenes. Así lo dispuso Rúbor y así ha de seguir. Además, el
frío y la falta de oxígeno no nos permitirían sobrevivir. Los crocomitas somos
de sangre muy caliente. –Sam asentía-. No entiendo cómo tus semejantes lo han
conseguido. Su sangre debe ser diferente de la nuestra.
-Quizá no sea tan diferente
–dijo Sam-, y que todo sea tan simple como evolución, ley de vida, adaptarse o
morir. Lo hemos estado haciendo desde nuestros inicios y seguiremos haciéndolo
hasta nuestro final. Primero fue la naturaleza con el clima y el hambre, luego
nosotros mismos con el odio y las armas, y ahora todo ello junto.
Atahualcroc, que seguía
mirándole, se volvió hacia el fuego.
-Aquí ha de separarse el
destino de nuestras vidas. Así lo quiere Rúbor.
Sam escondió sus pensamientos.
Algo le decía que si su amigo no iba con él era por no difamar las creencias de
su madre, y que si ésta no existiera, él se enfrentaría a los deseos de su
luna.
-Partiré con el amanecer –dijo,
finalmente, el terrícola.
-Las columnas de humo te
protegerán hasta las montañas –dijo Atahualcroc-. Yo esperaré hasta la noche
para que las lunas protejan mis pasos.
-Sam asintió nuevamente-.
Trataré de dormir algo. No sabemos qué me espera en esas montañas.
-Espera –dijo Atahualcroc,
sacando de su bolsa de viaje la pipa y algunas hojas de crocomhuana-. Fumaremos
para celebrar que nos hemos conocido.
A tan sólo unas centenas de
metros del reavivado cráter comenzaban las verdaderas “Montañas de la Muerte ”. ¿Por qué?, se
preguntaba Sam, al ver un paisaje tan bello. Él nunca había llegado a ver nada
semejante, ni tan siquiera en su Tierra del “Twenty Twenty”. Ahora lo podía
hacer desde lo alto de su montura, lugar que ocupaba desde que el primer rayo
de Croc había manchado de claridad la noche. Había ordenado detenerse al
oldcroc y, mirando atrás, trataba de encontrar el cráter que escondía a su
compañero. No se había despedido de él porque dormía y había preferido no
despertarle. Ya lo habían hecho mientras compartían el sabor de las mágicas
hojas de crocomhuana. Él no podía distinguir a su amigo, pero estaba seguro que
éste estaría observándolo hasta que desapareciera del alcance de su vista.
Levantó su brazo y le envió una cariñosa onda de despedida.
Sam se había colgado sus
prismáticos anunciáticos del cuello, y había colocado su pistola láser cerca de
su mano, en la funda de cuero que se desprendía de la colorida tela que
representaba el color de la casa del general Marcroc, presente que éste mismo
le había regalado con gran aprecio para que la usara en momentos importantes, y
que ahora vestía los lomos de su oldcroc. Sam se había puesto de gala.
El sol golpeaba con fuerza.
Extraño, pues era demasiado temprano. Al ver su figura observó que su color
todavía era muy parecido al de Rúbor; siempre lo era en las primeras y últimas
horas del día. Entonces se dio cuenta. Se encontraba a más de cuatro mil metros
de altura sobre el mar de Rúbor. Algo difícil de creer, pues al levantar su
vista hacia las montañas, ésta no llegaba a apreciar su final, sino que éstas
parecían adentrarse en lo más profundo del impoluto cielo. Ocho mil metros, se
decía para sí. Ocho mil metros nada menos. Eso era lo que les quedaba por
conquistar. También Magcroc levantaba con asombro y pánico su cabeza,
observando el interminable muro verdoso que se alzaba sobre ellos.
-“¿Qué pasa,
amigo?” –le dijo Sam con sus ondas-. “No temas, yo
cuidaré de ti”.
Magcroc dejó escapar uno de sus
tiernos gemidos. Le encantaban las cariñosas ondas que le enviaba su amo, quien
volvía a echar una última mirada a las ciclópeas montañas.
-“Vamos, Magcroc, venzamos a
estas montañas y cambiémosles su nombre”.
El animal tomó una gran
bocanada de aire y reanudó su andadura hacia el único lugar que se mostraba
accesible, porque allí ya no se apreciaban senderos, ni pasos, ni nada
parecido que pudiera indicar una ruta a seguir. Magcroc era consciente de que
le esperaban muchos días de camino.
II
Pasaron los días. Éstos cada
vez se habían ido haciendo más largos frente a sus noches. Sam se había
percatado de ello al sentir la quemadura de los rayos solares en su piel. Así,
pues, tenía que protegerla. Había descubierto que el ungüento de Akenacroc
también servía para ello; además, le gustaba verse de intenso verde, pero sólo
se lo aplicó un par de veces. No podía desperdiciarlo en tan estúpida causa.
Prefería reservarlo para otro momento, pues estaba seguro que lo iba a
necesitar. Le era más práctico hacerse una pequeña sombrilla con unas ramas,
algo que no le llevó demasiado tiempo. Bueno, concretamente, el tiempo lo
necesitó para fijarla a su montura.
Todavía no se habían encontrado
con nada ni nadie; ni los murcroc ni ninguna de las otras especies que habitaban
aquellas montañas habían dado señal de vida. Sólo la extraña y cada vez más
densa vegetación había variado su presencia. Sam no tenía ni idea de a qué
altura se encontraban. El frio que llegaba con la noche ya le obligaba a
encender un fuego, algo que no le gustaba demasiado. Eso podía ser peligroso,
pues llamaría la atención de los depredadores. Él había oído hablar de las
altas y heladas montañas de la
Tierra y de quien tiempo atrás las conquistaba por sus
propios pies. Sin embargo, en las montañas de Crocom él no había encontrado
nieve. Eso le hacía pensar que no debía estar muy alto. Aunque, a decir verdad,
tampoco había visto el agua, y, viéndose en medio de aquel espeso verdor,
parecía más que evidente que ésta corría bajo el suelo.
Todos los días, con la llegada
de la tarde y antes de que Croc se ocultara tras las montañas, buscaba un buen
lugar para montar el campamento y recorría su alrededor buscando leña para toda
la noche. Era algo que se había convertido en una rutina obligada. También
había cogido la asidua costumbre de, después de comer algo de carne seca de
murcroc y un pedazo de queso, sentarse frente al fuego, con su arma láser cerca
de él y fumarse una gran pipa de crocomhuana. Ése había sido el regalo sorpresa
de su amigo Atahualcroc. Mientras Sam dormía, éste le había metido su pipa y
las hojas de la hierba en su bolsa de viaje, algo que el terrícola no descubrió
hasta su primera noche en solitario, cuando al sacar la carne seca de murcroc
sus dedos toparon con la larga boquilla de madera. Agradeció enormemente aquel
regalo, pues le había cogido el gusto a fumarse una pipa y dejar volar su mente
bajo el mágico aroma de las hojas hasta quedar dormido.
Así, día tras día y noche tras
noche. Noches que cada vez se volvían más cortas, permitiéndole poder avanzar
durante más tiempo y haciéndole olvidar su obligación de recoger leña. Hasta
que caía en la cuenta de que el fin del día le llegaba repentinamente. Como una
tarde cuando, mientras recogía algunas ramas secas, la oscuridad cayó sobre él
sin el menor atisbo de aviso, mucho más rápido de lo habitual. Pero
curiosamente ésta duró muy poco. En menos de un segundo la luz se hizo
nuevamente. Aquello había sido muy extraño, pues nunca se veían nubes a ese
lado de las montañas. Su instinto terrícola, ya casi olvidado, reaccionó
rápidamente, obligándole a echarse al suelo y empuñar su pistola hacia lo alto.
No había nada entre él y el sol Croc, pero estaba seguro que algo le había
hecho sombra y sólo cabía una posibilidad para ello: un murcroc. Sólo ellos
podían ser tan rápidos.
Desconocía si la horrible y
temida bestia le había visto, o si, por el contrario, ésta sólo había pasado
por allí casualmente, pues la inmensidad de su sombra, semejante a la de un
eclipse, sugería que el animal o volaba muy alto o que, y prefería no creerlo,
era de un tamaño enorme. Fuera como fuera, él tenía que ponerse a cubierto.
Dejó de recoger más leña y volvió junto a Magcroc. Había llegado el momento de
buscar refugios más seguros, no bastaba con un simple fuego al aire libre. Se
acababa de dar cuenta que llevaba días haciendo el estúpido, pues, en su ceguera
por la hierba, se había despreocupado del peligro que residía en las montañas.
Los murcroc eran depredadores demasiado rápidos. El mínimo despiste y éstos
podían agarrarle con sus garras y llevárselo con ellos, o propinarle un fuerte
golpe que le dejara sin sentido. Táctica que también empleaban. No, no podía
quedarse allí y encender el fuego, tenía que encontrar una cueva. Así que dejó
la leña junto al oldcroc y buscó por los alrededores. No encontró ninguna cueva
cerca de donde se encontraban, lo que le obligó a descender algunos metros. En
su camino, mientras Magcroc iba abriéndose paso, había visto una gruta que era
perfecta para pasar en ella la noche.
Ese fue el nuevo hábito de los
días. Cuando la tarde caía, buscaba un refugio y allí esperaba el nuevo amanecer.
Eso retrasaba su viaje, pero era lo más seguro. No podía cometer la idiotez de
pasar la noche al aire libre y verse sorprendido por el murcroc, del que, si
bien era cierto, nada más supo, pero cuya presencia sentía. Tampoco había
vuelto a verse bajo el oscuro manto de su siniestra sombra, y mucho menos a ver
u oír a la horrible criatura, pero algo le decía que ésta le seguía, pues aquellos
últimos días Magcroc se mostraba nervioso y algunas veces incluso daba pequeños
brincos propios del peor de los sustos.
Pero si había terminado
acostumbrándose a la misteriosa e invisible presencia del murcroc, ahora su
preocupación venía por otro lado: la comida. Magcroc no tenía problema, es
más, a medida que ascendían, cada vez encontraban más tallum, pero Sam no se
alimentaba de tallum. Hacía días que se le había terminado la carne seca de
murcroc y sólo le quedaban algunas despedazadas migas de queso. Lo mismo le
sucedía con las hojas de crocomhuana, lo que también le había obligado a racionarlas.
El cazo de su pipa había ido disminuyendo día a día, hasta una ración de un par
de hojas por noche, lo justo para ayudarle a conciliar el sueño.
Sus dedos arañaron las paredes
de la bolsa donde guardaba el queso, pero poco quedaba ya para esa noche. Juntó
los pedazos y apretándolos en su mano hizo una bola. Un par de bocados y ésta
desapareció. Volvió a buscar en la bolsa, pero no había nada más que encontrar.
Llevaba días reservando la comida y tenía un hambre bestial. La boca se le
hacía agua de pensar en un cuycroc asado o... Sus afilados ojos se detuvieron
en su compañero de viaje. Lo miró clavando su mirada en él. Magcroc descansaba
plácidamente a sus pies, justo en la entrada a la cueva. Tenía sus ojos
cerrados. Sam comenzaba a desesperarse. Cogió su arma láser y cerrando los
ojos se echó hacia atrás. Apoyó su cabeza y su espalda contra el muro rocoso y
trató de dormir. Mientras lo hacía se convenció de que no tenía más remedio que
llevar a cabo su plan. Cuando despertara el nuevo día buscaría un buen lugar y
lo perpetraría. Si le salía bien, saciaría su hambre y tendría comida
suficiente para muchos otros días, seguramente hasta que alcanzara su destino.
Como venía siendo habitual en
esos últimos días, Sam se despertó antes que su oldcroc. Se enfureció al ver la
tranquilidad del animal, y rabiosamente le envió unas coléricas ondas para que
se levantara. Magcroc lo hizo bruscamente, despertando de su placentero sueño.
No entendía el porqué de aquellas violentas ondas que ni siquiera le concedían
tiempo para que su estómago le avisara. Rápidamente obedeció y salió de la
cueva. Sam montó sobre él y sin darle una sola caricia, como había hecho
siempre, le ordenó reanudar la marcha. Obedeció tristemente, pues nunca antes
había visto así a su amo. Tal era la tristeza que le estaba invadiendo que
había perdido las ganas de comer, y ni siquiera los frescos tallum que se
encontraba a su paso eran bocados para él. Se limitaba a avanzar velozmente,
como se lo ordenaban las ansiosas ondas terrícolas.
El sol sacudía con ganas. Sam,
con sus ojos cerrados y su arma láser colgada del hombro, se balanceaba a un
lado y a otro. Parecía estar a punto de desmayarse. También Magcroc parecía
estar sufriendo, pues el sudor que las rabiosas ondas terrícolas le provocaban
comenzaba a humedecer su triste rostro. Él no tenía ni la menor idea de lo que
sucedía, pero fielmente seguía obedeciendo. Sam parecía estar conteniéndose,
resistiéndose, a cometer su plan. El sudor seguía resbalando por el cuerpo del
animal hasta alcanzar sus pezuñas. Eso hizo que éstas se ablandaran
obligándole a frenar la marcha. Un manojo de hierba le hizo pisar en falso, lo
que provocó que Sam saliera disparado por encima suyo, cayendo desde lo alto.
Magcroc se detuvo en seco, pero sus húmedas pezuñas resbalaron ligeramente por
la hierba. Se acercó al terrícola y lo miró fijamente con sus empapados ojos.
Al ver que éste no reaccionaba trató de hacerle volver en sí empujándole con su
pequeño y chato hocico, pero la debilidad que se había apoderado del terrícola
ni siquiera le permitió abrir los ojos. Lo intentó una y otra vez, pero fue
inútil.
Magcroc, sumido en la tristeza,
dejó de sudar, pero la humedad seguía, siendo ahora sus lágrimas las que
recorrían su rostro. Se tumbó a un lado, protegiendo al terrícola del sol, y no
dejó de lamerle con su larga lengua. Tenía claro que no iba a moverse de allí
hasta que éste reaccionara. Estudió su alrededor. Se encontraban en una ancha
explanada rodeada de montañas. Una posición demasiado a la vista para que sus
vidas no corrieran peligro. Su instinto de supervivencia comenzaba a
funcionar. Pensó en arrastrar el cuerpo hasta la base de las nuevas colinas y
esconderse mejor, pero prefirió esperar. Tenía esperanzas de que Sam
despertara. Unas esperanzas que cada vez eran menores, pues Croc había ido de
un lado a otro y el terrícola no reaccionaba.
La tarde estaba cayendo y
Magcroc no se había movido más que para seguir protegiéndole del sol. Eso
comenzaba a preocupar al animal, pues él ya sabía que ese era el momento en que
los dos se recogían en alguna cueva. Otra vez escrutó con su mirada las lejanas
paredes, pero, si algo había en ellas, ya quedaba oculto bajo la sombra del
atardecer. No tenía más remedio que pasar allí la noche. Eso le asustaba, pues
era la primera vez que se encontraba solo en aquellas montañas. Solo porque Sam
no estaba en condiciones de protegerle, ni siquiera de protegerse a sí mismo.
Croc estaba a punto de
esconderse tras las cumbres del oeste. Magcroc seguía vigilante, manteniendo
sus esperanzas de que el terrícola volviera en sí. La sombra de los picos más
altos se extendió sobre ellos, obligando al oldcroc a volverse en busca del
sol. Éste ni siquiera le mostró sus últimos rayos. Además, con su retirada dejó
caer el frío que anunciaba el anochecer. Magcroc, otra vez, se arrastró
buscando la parte sur, dirección de la que procedía aquella brisa. Tenía que
seguir protegiendo a su amo.
No había oscurecido del todo,
cuando las dos lunas de Crocom ya se habían encendido. Ellas velarían por la
suerte del terrícola. La suerte, porque si su presentimiento de que el murcroc
les seguía de cerca estaba en lo cierto, éste era un inmejorable momento para
que el horrendo depredador les atacara. Por suerte, la noche era más cerrada y
oscura de lo habitual, pues Urcroccrom se encontraba en uno de sus primeros
días y sólo una cuarta parte de ella desprendía su plateado brillo. Eso era
bueno para ellos, pues si la creencia de Atahualcroc de que los murcroc no
veían con detalle en la oscuridad de la noche era cierta podía ser que éstos no
atacaran.
Magcroc pasó gran parte de la
noche en alerta y sólo se quedó dormido poco antes de que amaneciera. Los
oldcroc tienen mucho aguante físico y mucha fuerza, pero necesitan descansar su
mente. Mientras están activos llevan a cabo un gran desgaste de ésta, pues
entre captar y enviar ondas y dar continuas vueltas a sus pensamientos no dejan
de hacerla funcionar; por eso necesitan perder el conocimiento durante un rato.
Unos pocos minutos son suficientes para resetearla y ponerla a cero.
Nada había sobresaltado su
guardia nocturna. Su única sorpresa llegó con la primera luz, cuando al
despertar de su corto sueño y abrir sus ojos encontró a Sam algunos metros más
allá de donde él lo había dejado. Se enfadó consigo mismo, pues estaba más que
seguro que era él quien se había desplazado inconscientemente mientras dormía.
O por lo menos eso sugería la inamovible posición del terrícola, quien seguía
igual que cuando había caído de sus lomos.
Urcroccrom ya se había fundido
bajo la tierna luz del crepúsculo, pero Rúbor todavía permitía entrever la calidez
de su esférica figura; figura que, poco a poco, también comenzaba a perderse
bajo el reflejo luminoso de Croc, quien, sin dejarse ver, ya permitía sentir el
calor que le iba a acompañar durante el venidero día. Quedaban algunos minutos
para que éste se levantara lo suficiente y golpeara sus cuerpos. Ese fue el
primer pensamiento magcroniano, la puesta en marcha de su mente. No podían
quedarse allí otro día bajo el abrasador sol. Si lo hacían, era más que
probable que su amo no aguantara. Magcroc no había recibido una sola onda
terrícola desde que Sam había caído, ni siquiera ondas que escaparan de su
inconsciencia. Eso era terrible, pues era un previo anticipo de la muerte. No
tenía más remedio que buscar un refugio o, a falta de éste, algo que sirviera
para proteger el cuerpo. Bastaría con algunas frescas ramas de tallum o de
alguna otra extraña planta que él nunca antes había visto, pero que a esa
altitud aparecía de vez en cuando. Tenía que arrastrar el cuerpo terrícola
hasta las montañas o dejarlo allí y, libre de peso y carga, realizar una
rapidísima inspección. Arrastrar el cuerpo podía ser cansado si al llegar a uno
de los lados no encontraba lo que buscaba y luego tenía que ir hasta el otro
extremo. Si iba él solo con una carrera, abandonaría el cuerpo durante un
tiempo, pero todo parecía tranquilo. Todavía no había mucha luz y eso
perjudicaba la visión de los murcroc. Si esperaba más, Croc ganaría fuerza, lo
que podía despertar a las feroces aves.
Finalmente se decidió. Magcroc
alzó su vista y escudriñó todos los horizontes. Desde luego, todo parecía
tranquilo. Las laderas del éste, las mismas por las que habían llegado, eran
las más cercanas. Se puso en pie lentamente, como si no quisiera despertar a
nadie que estuviera por allí cerca, y, adelantando una de sus pezuñas, se
preparó para iniciar la carrera. Al principió su paso era lento y desconfiado,
pues con cada uno de ellos se volvía para asegurarse de que Sam seguía a salvo.
Consciente de que a esa velocidad Croc les alcanzaría antes de llegar a la
falda montañosa, dejó escapar un silencioso gruñido de rabia y se lanzó a la
carrera. Magcroc corría como no la había hecho antes nunca. Sus pezuñas se
clavaban a la hierba levantando terrones de tierra que saltaban por los aires y
volvían a caer dibujando un peligroso sendero sembrado de pequeños agujeros.
No tardó en caer dentro de la azulada sombra que las propias montañas
proyectaban y que la separaban del resto de la amplia explanada que ya quedaba
bañada por los rayos solares. Eso le prohibió seguir viendo su propia sombra
que se arrastraba tras él, pero también la del murcroc que se lanzó al vuelo
nada más que éste pisara la azulada hierba. Era como si el murcroc fuera consciente
de ello y estuviera esperándolo.
El cuerpo de Sam quedaba a
pleno sol, lo que facilitaba la visión del murcroc, quien velozmente volaba
hacia él. Magcroc seguía con su carrera. Cuando llegó a la base de las montañas
se volvió hacia el terrícola. En ese mismo instante el murcroc tomaba tierra
junto a éste. El agotado oldcroc lanzó un terrible grito de rabia y, sin
siquiera tomar aire, otra vez, echó a correr, retrocediendo en su camino. Él
mismo podía ver el minado campo de agujeros, así que tuvo que echarse a un lado
para evitar una caída. Corría incluso más rápidamente que antes, pues a su lado
quedaban las marcas. Donde antes había cuatro agujeros, ahora eran tres en el
mismo espacio de tierra. Desde su lejana posición podía ver la sonrisa del murcroc.
El negro y asqueroso murcroc se
encontraba junto al terrícola. Sin mover su cuerpo, volvía su cabeza hacia el
oldcroc y dejaba escapar un horrible chirrido. Se estaba riendo de él. Sam
seguía quieto, sin dar la mínima señal de volver en sí. El murcroc dio un salto
y cayó con sus afiladas garras junto a sus piernas. Otra vez se volvió hacía el
oldcroc y, nuevamente, dejó escapar su temida risa. Con su largo y afilado pico
golpeó los muslos terrícolas, pero Sam seguía sin reaccionar. Una vez más, el murcroc
se volvió hacia Magcroc, quería confirmar que éste todavía estaba lo
suficientemente lejos como para molestarle en su festín gastronómico. Podía oír
sus alertantes gritos, de momento sordos para el terrícola. Tenía delante suyo
un auténtico manjar. Y como manjar que era, tenía que empezarlo por lo más
sabroso de todo ser: sus ojos. Pero estos quedaban del otro lado, mirando al
oeste. El murcroc despegó sus huesudas alas y voló hasta enfrentarse con Sam.
Ahora veía de frente la carrera del oldcroc. Rió nuevamente. El brazo de Sam
había quedado cubriendo su rostro. Tendría que apartarlo si quería comenzar
por sus ojos. Clavó su pico en él. Sam no reaccionó. Con su garra lo cogió y lo
echó a un lado, dejando los ojos a la vista. Éstos estaban cerrados, pero eso
no le iba a impedir hacerse con ellos. Magcroc seguía corriendo, pero cuando
llegara junto a ellos, él ya habría saboreado los ojos terrícolas y se habría
llevado el cuerpo entre sus garras. Su largo pico no dejaba de chasquear,
dejando ver sus diminutos y afilados dientes, de los cuales parecía escapar una
ensangrentada saliva. Movió sus garras poniéndose cómodo. Bajó su pico para
clavarlo en los sabrosos ojos terrícolas, pero fue justo en ese momento cuando
Sam los abrió con un seco “tic”. El murcroc quedó paralizado, pudiendo sólo
emitir un chirrido de perdición.
-¡Sorpresa! –dijo el terrícola,
sonriendo a la vez que disparaba su arma láser, sin darle tiempo a reaccionar.
El disparo dio de lleno en el
corazón del depredador haciéndole volar algunos metros hacia atrás. Magcroc se
había detenido en seco. No por el ruido del disparo, pues las armas láser son
más bien mudas, sino por el tremendo grito que había emitido el murcroc. En
principio temió lo peor, y sólo al ver que el terrícola comenzaba a incorporarse
pudo reanudar la marcha. La alegría de verle vivo le proporcionó fuerzas
suficientes para llegar hasta él y comenzar a lamer su rostro sin parar. Sam
tuvo que enviarle sus ondas varias veces para que el oldcroc obedeciera y se
separara de él.
Sam se acercó al murcroc. El
disparo le había abierto el pecho y quemado el corazón. Aun así seguía con
vida. Estaba panza arriba y el golpeteo de sus latidos era cada vez más débil.
Sacando fuerzas, se volvió hacia el terrícola y trató de alcanzarlo con una de
sus garras, pero no le fueron suficientes para contraer sus uñas.
-Creías que no había advertido
tu presencia –le dijo Sam, mientras ambos se miraban a los ojos-. Puede que no,
pero va a ser cierto que los seres de Crocom las percibís sin ser conscientes
de ello. –Miró a Magcroc durante un instante-. Tu extraño comportamiento me lo
confirmó día a día. –Otra vez se volvió hacia el murcroc-. Sólo he tenido que
jugar a tu mismo juego…
Los rojizos ojos del murcroc se
cerraron lentamente, también su corazón dejó de latir. Sam se volvió y se
encaminó hacia su fiel compañero, pero en ningún momento dejó de hablar.
-… Un juego del que me previno
la reina. Sí. Ella me lo dijo. –En ese momento el murcroc entreabrió uno de sus
ojos-. Un juego que consiste…
La bestia volvió a la vida y,
gracias a la rabia, recobrando sus extinguidas fuerzas, trató de golpearle con
el extremo de su ala. Sam reaccionó a tiempo y lanzándose al suelo encañonó
nuevamente al animal. Chuiiiii. El disparo volvió a dar de lleno en el cuerpo
del murcroc.
-…Un juego que consiste en
fingir mi muerte y cogerte por sorpresa.
El impacto había vuelto a
empujar hacia atrás al murcroc. Esta vez Sam había acabado definitivamente con
su vida. Magcroc cayó al suelo. También a él le había invadido la debilidad.
Además, acababa de sufrir el mayor de todos los sustos de aquella mañana, pues,
al ver la tranquilidad de Sam, él creía que el murcroc estaba muerto. Sin
embargo, cuando vio levantarse aquella inmensa ala huesuda sobre la cabeza del
terrícola, fue entonces a éste a quien dio por muerto. Pero gracias a Rúbor,
éste había reaccionado y conseguido esquivar el mortal guadañazo. Para tratarse
de un ser crocomita, acaba de aprender una magistral e inolvidable lección:
nunca fiarse de las apariencias. También Sam se estaba convirtiendo en un
auténtico ser de Crocom.
El terrícola se acercó a su
oldcroc y, agachándose, le acarició el cuello cariñosamente.
-Perdona amigo si te he hecho
creer que te iba a abandonar, pero nunca, por muy mal que me fueran las cosas,
te haría daño.
El oldcroc, emocionado, cerró
sus ojos y comenzó a emitir su grave ronroneo de alegría.
-Vamos –dijo Sam, poniéndose en
pie y levantando su vista hacia las montañas del oeste-, llevaremos su cuerpo
hasta los pies de las montañas y pasaremos allí la noche. Mañana seguiremos
nuestro camino.
El cálido humo que escapaba del
interior de Sam en forma de asimétricos aros se vestía de verde al encontrarse
con la luz de la llama de la hoguera. Cuando llegaba al otro lado de ésta, otra
vez se quedaba desnuda y gris, y se perdía entre la oscuridad de la cueva.
Las paredes graníticas hacían
brillar sus diminutos cristales, convirtiéndolos en infinitas estrellas que
tintineaban con el débil chispear de la llama. El resto quedaba oscuro, como
el cosmos que tantas veces había visto Sam, y que ahora, con la boquilla de la
pipa entre sus labios, recordaba.
En su búsqueda de la cueva se
había encontrado con unas cuantas plantas de crocomhuana, por eso ahora tenía
hojas suficientes para mecer su mente durante un buen tiempo. Con sus chupadas,
la cazuelilla, repleta de hojas, tomaba vida y una nueva bocanada de aroma
subía hasta su mente, relajándole y haciéndole olvidar las penurias de los
últimos días. También Magcroc estaba más feliz, pues todo volvía a ser como
antes. Las ondas que captaba volvían a estar repletas de cariño y amor, lo que
le hacía sentirse protegido.
El día había sido duro para
ellos, pues éste no había terminado con la muerte del murcroc. Después de ésta,
tuvieron que atar su cuerpo con algunas cuerdas invisibles y arrastrarlo hasta
la base de las montañas. Las más lejanas, las del oeste. Allí Sam tuvo que
trocear el cuerpo en pequeños pedazos y ponerlo al fuego para ahumarlo. Había
sido Atahualcroc quien le había contado la técnica de cómo ahumar la carne para
que ésta aguantara más. De esa forma tendrían víveres suficientes hasta que
alcanzaran la cumbre de las montañas. Por eso ahora, bajo la tranquilidad de la
noche, se dedicaba a su pipa de hierba. El día que habían pasado bien lo
merecía.
Pero si ese día le había
llenado de satisfacción más lo había hecho el siguiente, cuando, tras despertar
con los rugidos del estómago de Magcroc y satisfacer su hambre, se pusieron en
marcha y comenzaron la ascensión. Todo comenzó esa misma noche. Sam lo
recordaba mientras avanzaban. La noche había sido tan plácida que Sam había
vuelto a echar un ojo al viejo mapa. No lo hacía desde la mañana en que
Atahualcroc le anticipó los nombres de algunos lugares, nombres que él no
quiso plasmar hasta que los hubiera atravesado y pudiera situarlos fielmente
en el dibujo. Ahora había llegado el momento de hacerlo.
Sam lo había pasado mal, muy
mal, en aquellas últimas montañas. Había estado a punto de morir de hambre.
Por eso fue ese el nombre del primer lugar que añadió al colorido dibujo. Él
quería haber cambiado el nombre de aquellas montañas, pero decidió no hacerlo.
Realmente eran unas montañas que conducían a la muerte. Así que decidió
mantener el realista nombre que los ruborpolisianos les habían otorgado: “Las
Montañas de la Muerte ”.
Después fue retrocediendo, siguiendo con la yema de su dedo el mismo camino por
el que habían ascendido. Situó el “Valle de los Volcanes Blancos”. Tras éste,
algo más abajo, el “Valle del Colcroc”, y junto a éste, un poco más al Este, el
“Valle del Perdón”.
Los recuerdos habían hecho
saltar sus lágrimas, una de las cuales resbaló por su rostro hasta caer sobre
el dibujo. Qué casualidad. La húmeda perla se adelantó al suave tacto de la
pluma, obligándole a detener su sensual serpenteo. El papel, antes seco y
estéril, extendió su pequeña mancha salada, proporcionándole un cristalino
brillo que no era sino el reflejo del verdoso fuego. Allí mismo, bajo aquel
brillo, se encontraban las “Montañas de Cristal”. Fue en ese momento cuando,
contemplando las vivas montañas que hacían brillar sus cristales, Sam se había
quedado dormido.
Llevaban más de medio día de
camino abriéndose paso entre los cada vez más estrechos pasadizos. Por los días
que llevaban de marcha desde que habían partido del “Valle de los Volcanes
Blancos”, Sam creía que debían de estar rondando los ocho mil metros, pero como
el frío no era muy intenso y el oxígeno reinante todavía les permitía respirar
sin dificultad, dudaba de si sus cálculos eran correctos. De cualquier manera,
no podían hacer otra cosa más que seguir ascendiendo.
Croc ya les había dejado a
expensas de su mágico reflejo. Era momento de ir buscando una cueva para
resguardarse, pues la noche no tardaría en caer. No les fue difícil dado que la
ladera oeste estaba repleta de cuevas y grutas. Eligieron una cercana al camino
que debían seguir. Su boca era oscura y estrecha, pero tras unos metros se
abría en una amplia sala. Parecía un lugar seguro, como todas las cuevas por
las que ya habían pasado. En ninguna de ellas habían tenido el menor
contratiempo, algo que, en principio, había llamado la atención del terrícola,
pero que después de convencerse de que verdaderamente se encontraban en las
“Montañas de la Muerte ”,
comprendió que ni siquiera los más temidos depredadores desearan vivir en
ellas.
Se instalaron y se pusieron
cómodos. Pronto sintieron frío, y aunque éste no era muy intenso, sí notaron
que el cambio de una noche a otra había sido bastante más brusco de lo
habitual. Magcroc masticaba algunos tallum que habían recogido frente a la
entrada de la cueva. Sam se preparaba una pipa de crocomhuana. Le apetecía
fumar un poco antes de cenar. Estaba a punto de prender las trituradas hojas
cuando una brisa le apagó la débil llama. Ésta venía de un lado de la cueva,
como si se tratara de un diminuto huracán. Sam se puso en pie y se acercó al
oscuro pasillo que conducía a una nueva galería. La brisa parecía haberse
calmado. Todo permanecía quieto en la oscuridad. Volvió a golpear sus piedras
para encender la llama nuevamente. La acercó al cazo y chupó insistentemente.
Apagó la llama volviendo a quedar a oscuras. Se detuvo perplejo. Su mano estaba
tímidamente iluminada y tomaba un cierto color rojizo. A su alrededor todo
quedaba a oscuras. Levantó su vista hacia lo alto, unos cuarenta y cinco grados
al frente, y descubrió, entre la dura negrura de las paredes, un minúsculo
punto rojo. Desconocía de qué tipo de piedra o material fosforescente podía
tratarse. Nunca antes lo había visto, y sin duda era un gran misterio. Volvió a
chupar de la boquilla y, otra vez, el aroma invadió su mente. Éste debió de
inspirarle porque sus ojos se dilataron como si hubieran encontrado una
respuesta.
¿Qué material sería aquél? Se
volvió a preguntar cuando éste comenzó a apagarse hasta quedar a oscuras. O
podía tratarse de un extraño animal, una especie de luciérnaga de Crocom; o un
tallum, aunque éste no obedecía a sus ondas. Se volvió a su alrededor buscando
más puntos de aquellos, pero todo era oscuro cielo negro.
Mientras seguía fumando, volvió
junto a su oldcroc. Se había quedado preocupado. Hasta ahora no había visto
vida animal, a excepción del murcroc que llevaba troceado y ahumado en su bolsa
de viaje, pero podía ser que ésta comenzara a dejarse ver. Algo le decía que
iba a tener que pasar la noche alerta, vigilante.
Al sentarse junto al fuego,
notó que la noche era realmente más fría. Decidió echarse una manta invisible
por encima. Le ayudaría a mantener el calor y, además, le protegería de un
posible picotazo o mordisco, porque, aunque no veía nada, de vez en cuando oía
el agudo silbido del extraño ser. Cada vez estaba más intrigado y confundido,
pues era cierto que él oía el silbido, pero Magcroc no se inmutaba lo más
mínimo, como había hecho antes ante la cercana presencia del murcroc. Si bien
era cierto que los murcroc eran conocidos en todo Crocom, y su oldcroc nunca
antes había estado en esas tierras y, por tanto, tampoco podía advertir a las
extrañas criaturas que las podían habitar.
Como era de esperar, Sam no
durmió bien esa noche, pues cada vez que Marcroc se movía o él oía la silbante
llamada del desconocido ser, se despertaba empuñando su pistola. Así fue una y
otra vez, hasta que el ruido que los despertó finalmente fueron los conocidos
gritos de hambre del estómago del oldcroc. Era hora de ponerse en marcha.
Estaban a salvo, pero Sam no
las tenía todas consigo de lo que dejaban allí. Ya estaba montado sobre su
oldcroc, incluso ya le había enviado sus ondas para que éste comenzara a andar,
cuando Croc se asomó sobre la silueta de las montañas del este. Sam dirigió su
vista hacia él para darle los buenos días y agradecerle que les mantuviera con
vida, como hacia todos los días. Pero antes de hacerlo se detuvo.
Inconscientemente había ordenado al oldcroc detenerse. Sus ojos se habían dilatado
tanto que parecían dos reflejos del propio Croc. Saltó de los lomos de Magcroc
y corrió hacia el interior de la cueva. El oldcroc vio cómo desaparecía de su
vista y cómo, tras algunos segundos, volvía corriendo hacia él.
-¡Sí! ¡Sí! –repetía una y otra
vez el terrícola, mientras besaba el hocico de su compañero-. ¿Cómo no me he
dado cuenta antes?
Sam estaba emocionado. Los
nervios no le dejaban pensar. Corría de un lado para otro. Entraba en la cueva
y salía. Se acercaba a Magcroc y luego, sin decir nada, volvía a entrar en la
cueva.
-¿Dónde…? ¿Dónde…? –le decía a
su animal, mientras buscaba algo a su alrededor.
Magcroc le observaba asustado.
No sabía si Sam se encontraba bien.
Sam arrancó varias plantas de
tallum y se las echó delante suyo.
-¡Toma! ¡Come más! Tienes que
comer mucho, porque necesitamos tus…
Otra vez dejó su frase a medias
y siguió buscando entre las plantas de tallum que se levantaban frente a ellos.
-Pero ¿dónde…?
Por fin se detuvo.
-¡Aquí! ¡Aquí! –se dijo,
emocionado.
Había encontrado las heces que
Magcroc había hecho la noche anterior. Cogió un trozó de una de ellas y entró
en la cueva. Magcroc fue tras él. Cuando llegó a la galería golpeó las piedras
para encender la llama y prender el trozo de excremento. Se adentró en la
oscuridad con la llama delante de él. El suelo comenzó a inclinarse,
ascendiendo vertiginosamente. Magcroc le observaba sin emitir el menor gemido.
Sam levantó la pequeña antorcha. Su llama fluctuó tratando de apagarse, pero
sin llegar a conseguirlo. Sam asintió lleno de felicidad. Se acercó la llama a
la boca y sopló fuertemente para apagarla. En la oscuridad total esperó a que
sus ojos se acomodaran a la débil intensidad. Tras unos minutos miró hacia lo
alto y vio cómo en el lugar del punto rojo ahora se encendía un tenue punto
azulado. Acababa de descubrir que su luciérnaga roja no era otra cosa más que
su propio sol ocultándose por el oeste, convertida ahora en el limpio cielo de
la mañana.
Atahualcroc le había hablado de
la existencia de glaciares que atravesando las montañas más bajas reaparecían
junto al “Valle de los Volcanes Blancos”. Ahora ellos se encontraban dentro de
uno de éstos, una vía que podía conducirles hasta lo más alto de aquellas
montañas. Desconocía la longitud del túnel, pero si conseguían atravesarlo se
ahorrarían muchos días de camino. De ahí su alegría.
Pero ascender por aquel glaciar
subterráneo no les iba a ser nada fácil. Por su anchura no tendrían problema,
pues ésta era semejante a la medida de dos oldcroc. La dificultad residía en la
pronunciada pendiente y su resbaladizo suelo. Tampoco iba a ser un problema
para el terrícola, pero Magcroc, dado su gran peso, podía patinar y caer
rodando. Además, cuanto más arriba se produjera la caída, mayor sería el golpe,
pues no parecía haber ningún obstáculo que la frenara. Tenían cuerdas invisibles
para ir atándose a algún saliente, pero si Magcroc cogía algo de velocidad de
poco iban a servir éstas. Sam era consciente que una caída del oldcroc podía
acabar con la vida del animal y con la suya si era arrollado. Tenía que dar con
una forma de asegurar aquella escalada.
Recordó que en su bolsa de
viaje había metido las uñas del murcroc. Lo había hecho para guardar un trofeo
de su cacería. Si, de alguna forma, conseguía aferrarlas a las patas del
oldcroc, éstas se clavarían en el suelo impidiéndole resbalar; pero era más
que probable que Magcroc no soportara la presencia de las temidas garras junto
a él. Quizás si sólo se las colocara en sus patas traseras, podía ser que el
animal no se diera cuenta, pero si se percataba de ello a mitad de camino, el
susto le haría perder el equilibrio y caer. No podía arriesgarse. Tenía que
encontrar otra solución.
Buscó en la bolsa de viaje; con
su tacto, se topó con las invisibles cuerdas. En ellas debía estar su solución.
Recordó que en su Tierra, algunas veces, las cuerdas se anudaban para trepar
más fácilmente por ellas. Si hacía varios nudos y extendía la cuerda, bastaría
con que Magcroc fuera pisando sobre ella. La cuerda no haría fuerza, pero sería
suficiente para evitar que el oldcroc resbalara.
Fue así cómo, abasteciéndose de
algunos tallum y del excremento que pudo, iniciaron la ascensión. Sam extendía
las cuerdas y cuando éstas iban quedando atrás, las recogía para volver a
extenderlas delante. Era una tarea lenta, pero, quizá, la única segura.
En un principio, la ilusión del
terrícola le hizo fuerte, permitiéndole correr de adelante atrás una y otra
vez, pero era un doble esfuerzo que más tarde o más temprano le iba a pasar
factura. Al cabo de unas horas, Sam tuvo que detenerse y descansar. Le faltaba
el aire y los músculos de las piernas se resentían como no lo había notado
antes. Había perdido la noción del tiempo, pues parecía haberse sumergido en
una oscura dimensión donde éste no existía. Tras lo que le parecieron unos minutos
quiso reanudar la marcha, pero la escasez de fuerzas le previno que era mejor
no hacerlo.
Se habían detenido en un
pequeño llano. Ése era un buen lugar para descansar. Por lo menos se aseguraban
que Magcroc no rodara cuesta abajo.
-Pasaremos aquí la noche o el
día –dijo Sam a su oldcroc, quien parecía tan confundido como él.
Le echó una rama de tallum al
oldcroc y sacó un pedazo de murcroc ahumado para él. Miró a su alrededor
tratando de encontrar el diminuto punto brillante que se abría entre las rocas,
pero no dio con él. De lo que sí se percató, a pesar de haber recuperado el
aliento, fue que el aire que allí se concentraba comenzaba a estar enrarecido.
Éste pesaba casi tanto como sus cansados párpados. Se encontraba desfallecido y
su mente le pedía que dejara de dar vueltas a sus pensamientos.
-No sé cuánto hemos andado o si
hemos seguido el camino correcto –le dijo Sam a su compañero-. No sé cuánto nos
queda por recorrer, pero, mientras no caminemos, debemos ahorrar nuestras
reservas.
Sam apagó la antorcha de
excremento. La oscuridad los envolvió, despertando el temor del oldcroc.
-Descansa, amigo –le dijo Sam
en la oscuridad, tranquilizándole-, pues aquí no tenemos quien nos guíe. Carecemos
del día y de la noche, del sol y de tus lunas, y ni siquiera tus fieles
estrellas tienen poder para señalarnos el rumbo a tomar.
Sam no veía a su compañero,
sólo oía cómo las frágiles ramas de tallum crujían débilmente al enfrentarse
con los afilados dientes del oldcroc. Quiso esperar a que sus pupilas se
hicieran a aquella inexistente luz; quería auscultar las paredes y encontrar su
falsa luciérnaga, pero el cansancio le traicionó extendiendo su manto del
sueño.
Cuando despertó todo seguía a
oscuras. Desconocía cuánto había dormido. Creía recordar que había despertado
varias veces, pero su cansancio era tal que le había sido imposible abrir los
ojos. Ahora, sin embargo, parecía haber recobrado todas sus fuerzas y sus
ánimos de seguir adelante. Como no sentía la respiración de su oldcroc, le
envió una orden mental para ver si seguía junto a él. Un tierno gemido fue
suficiente para confirmarle que estaba a su lado.
Otra vez trató de encontrar el
brillante punto, pero éste no existía en ninguno de los colores. Chasqueó las
dos piedras y prendió la antorcha. Al hacerlo notó cómo el poco aire que allí
residía se volvía más áspero. Eso le recordó que tenía que salir de allí cuanto
antes. Se puso en pie y ordenó a Magcroc que hiciera lo mismo. Varías ramas de
tallum mordidas sugerían que acababan de despertar en un nuevo día, aunque Sam
no las tenía todas consigo, pues si era así, él no había oído los ruidosos
despertares del estómago del oldcroc. También él sacó algo de carne ahumada,
que se comió mientras preparaba las cuerdas para que Magcroc pudiera reanudar
la marcha. Esta vez Sam se lo tomó con más calma. Sus carreras de adelante
atrás eran más lentas, avanzaría menos, pero podría hacerlo durante más tiempo.
Así siguieron una jornada tras
otra. Sin ningún conocimiento de cuándo brillaba el día o cuándo caía la
lúgubre noche. Cuando las fuerzas les fallaban, buscaban un tímido llano y
descansaban. Ése era el único momento en que Sam levantaba sus ojos buscando el
brillante punto que les indicara la salida. Lo hacía siempre antes de encender
la antorcha o al rato de apagarla. Algunas veces, mientras conciliaba el sueño,
se preguntaba si había hecho bien tomando aquel glaciar subterráneo, pues, a
decir verdad, en todos los días que llevaba allí dentro no había vuelto a ver,
ni siquiera una sola vez, el dichoso punto brillante. Incluso en más de una
ocasión se le pasó por la cabeza la idea de si realmente no estaban
adentrándose, más y más, hacia el centro de aquel planeta de Crocom; hacia el
mundo interior del que Innescroc le había hablado.
Ése se había convertido en su
miedo. Estar ascendiendo en sentido contrario. Ascendiendo hacia el núcleo de
Crocom. Ya no les quedaba tallum. Marcroc llevaba varios días sin comer y
alguno menos sin defecar. Sólo disponían de un pequeño trozo de boñiga para
poder quemar, y el fin de aquella infinita cueva parecía no estar cerca. Sólo
una cosa le daba ciertas esperanzas. La llama de la pequeña antorcha había
comenzado a mecerse tímidamente. Eso sugería la existencia de una
imperceptible brisa. Además, la temperatura seguía bajando, y de estar
dirigiéndose hacía el centro del planeta ésta variaría en sentido contrario.
Siempre que Crocom se comportara de la misma manera que su Tierra.
La diminuta llama del último
trozo de excremento estaba a punto de extinguirse. Sam, que se había sentado
apoyando su espalda contra la pared, y Magcroc, echado frente a él, la
contemplaban en silencio. Cuando ésta se apagara tendrían que avanzar en la
oscuridad. Un tímido gemido acompañó a las últimas radiaciones verdosas.
Volvían a la temible oscuridad que les impedía verse.
-Tranquilo, amigo. Sólo tenemos
que seguir ascendiendo.
Pero Magcroc notó que las
palabras del terrícola no iban cargadas de tanta seguridad como lo habían ido
en otras ocasiones, y estaba en lo cierto. Sam no sabía ni cuántos días
llevaban allí dentro. Sólo tenía constancia de las veces que había dormido, y
éstas pasaban de la veintena. Pero si algo tenía claro era que en todo ese
tiempo, fuera el que fuera, no había vuelto a ver el brillante punto, el
maldito punto, que le había embarcado en aquella travesía.
Tampoco en ese momento pudo
pensar, pues necesitaba descansar para hacerlo. Comió algo y, tapando sus
oídos para no oír los graves y hambrientos sonidos del estómago del oldcroc,
trató de dormir. Cuando despertó y se quitó los tapones que había hecho con
unos pequeños trozos de tallum seco que el propio animal había rechazado, se
percató que el feroz buche de éste seguía rugiendo. Eso quería decir que no
había dejado de hacerlo durante todo su sueño y que Magcroc no había pegado
ojo, algo que no era bueno, pues si el oldcroc no dormía, tampoco descansaba.
Iba a levantar su vista en busca de la fatídica estrella, pero antes de hacerlo
y casi inconscientemente, suplicó a Rúbor para que ésta estuviera allí
presente.
Se puso en pie y ondeó unas
cariñosas ondas para que Magcroc hiciera lo mismo, pero el oldcroc no lo hizo.
Levantó sus ojos y buscó en la oscuridad. O Rúbor no había escuchado su
plegaria o él no era digno de que ésta fuera concedida. Pero un terrícola como
él no podía hundirse por la negativa de un simple astro, ni siquiera habiendo
sido un verdadero crocomita. Aun así, la rabia de aquella negativa le insufló
fuerzas. Volvió a enviar sus ondas, esta vez rebosantes de esperanza, para que
Magcroc se pusiera en pie. El animal captó toda la energía desprendida de la
mente terrícola y trató de obedecer. Le fallaron las fuerzas. Sam entendió su
colérico rugido de impotencia y metiendo sus manos bajo su vientre intentó
levantarlo. Por fin el animal, con la ayuda terrícola, consiguió enderezar sus
patas y ponerse en pie.
Sam se adelantó y palpó el
suelo buscando las invisibles cuerdas. Le costó encontrarlas, pues los nudos
se habían apretado y desgastado por la presión de las pezuñas del oldcroc.
Cuando, por fin, dio con ellas y las cogió entre sus manos para volver a
extenderlas, algo imprevisto le detuvo. Se llevó las manos a la boca. Se
sorprendió. Tenía que confirmar aquella sorpresa. Acercó las cuerdas a sus labios.
Ésta estaba húmeda. Con un emocionado espasmo cayó de rodillas al suelo y
extendió la palma de su mano buscando el origen de aquella humedad. En un
principio no encontró nada, pero pronto notó que una parte del suelo se hundía
mínimamente. Un delgado y superficial surco que parecía estar más frío que el
resto. Estaba seco porque, durante el rato que llevaban allí parados, la cuerda
había absorbido el líquido que por allí debajo circulaba. Apretó la cuerda
entre sus dedos hasta que un par de gotas humedecieron sus labios. El líquido
era insípido y estaba falto de textura. Creía haberlo probado antes, pero no en
Crocom, sino en su propia Tierra. Pensó en los licores que embotellados
deambulaban por su planeta y en todos ellos había algo de aquel sabor. Se
trataba simplemente de agua. Un agua mucho más pura y limpia que la que él
había conocido en su “Twenty Twenty”. Evidentemente el nuevo hallazgo lo llenó
de ánimo y fuerzas para seguir adelante.
-Vamos, amigo, ya nos queda
poco.
Sam extendió nuevamente las
cuerdas y Magcroc comenzó a ascender volviendo a plantar sus pezuñas sobre los
desgastados nudos. También él parecía haber recobrado sus fuerzas. El terrícola
estaba feliz, algo le decía que su suerte había cambiado, que pronto volvería a
ver la luz.
Pero pasaron los días y todo
seguía igual. Las fuerzas volvían a flaquear, sobre todo las de Magcroc. Ya ni
siquiera las esperanzadoras ondas de su amo eran suficientes para ayudarle a
mantener su propio peso. Hacía tiempo que no comía, lo que impedía que su
cerebro diera la más mínima orden al resto de su cuerpo. Él confiaba en Sam,
pues las ondas que le llegaban seguían manteniendo gran energía positiva.
Era cierto, a pesar de que los
días pasaban sin novedad, Sam estaba convencido de que no les quedaba mucho
camino para alcanzar la boca superior de aquel glaciar. Pero sentía, porque no
podía ver, cómo su oldcroc se iba abandonando a la muerte. Tenía claro que la
mente del animal captaba las ondas que él le enviaba, pues podía percibir las
anémicas órdenes que escapaban de la mente de éste tratando de obedecerle. Por
su parte, él mantenía sus esperanzas gracias a que todas las mañanas, o
noches, bueno, siempre que despertaba de su sueño, empapaba sus labios con el
agua que obtenía al estrujar las cuerdas. Éste se había convertido en un
momento maravilloso. Poder disfrutar de aquella agua era algo realmente
placentero que él nunca había podido disfrutar en su Tierra, pues en los años
predecesores a su “Twenty Twenty” ésta había sido tan contaminada que había
perdido todo su agradable sabor.
Acababa de despertar lentamente
de su rutinario descanso. Así lo hacía últimamente, pues ya no despertaba
alertado por los hambrientos rugidos del estómago del oldcroc. Su mente se
había acostumbrado a ellos, y éstos habían pasado a formar parte del ruido
natural de aquella gruta. Se incorporó ligeramente y estiró su brazo para
alcanzar las cuerdas que había extendido para que absorbieran el agua. Las
encontró antes que nunca. No le dio importancia. Llevaba tanto tiempo allí
dentro que su vista se había adaptado a aquella situación. Él siempre había
defendido la Ley
de vida. Adaptarse o morir. Las levantó para que al apretarlas entre sus manos
el agua cayera sobre sus labios, pero antes de que su mente le ordenara hacer fuerza,
ésta le ordenó detenerse. Sus ojos se clavaron en lo alto, en lo más oscuro,
en lo más lejano. Así había sido siempre, pero ahora esa oscuridad se había
hecho visible. Volvió su mirada abajo. Una alegre carcajada siguió a la
anterior, y ésta a otra anterior a ella. Por fin volvía a ver a Magcroc. Lo
veía gracias a la cálida luz ruboriana que se adentraba hasta ellos. Magcroc no
se había percatado de ello, pues sus ojos hacía tiempo que no se abrían.
Su añorado y diminuto punto
brillante se había convertido en la gran esfera de Rúbor. Ésta estaba frente a
ellos, mostrando toda su belleza, lo que hacía inevitable que Sam, emocionado,
dejara escapar su ronca carcajada.
-¡Vamos Magcroc! ¡Ponte en pie!
Pero el oldcroc no respondía.
Sólo unas tímidas ondas parecían querer escapar de él.
-¡Vamos! ¡No te rindas ahora,
Gran Magcroc! –le dijo Sam a viva voz, a la vez que también imprimía gran
fuerza a sus ondas-. Sé fuerte, pues nada nos queda para volver a la vida. Te
prometo que estos serán nuestros últimos minutos entre las fauces de estas
tinieblas. ¡Vamos, amigo, arriba!
Algo debió de sentir el oldcroc
en aquellas ondas que sus pestañas se desentretejieron permitiendo que la
visión de Rúbor llegara hasta su mente.
-¡Espera! –le dijo el
terrícola, acercándose a él.
De un brinco se posó a su lado
y apoyó las cuerdas sobre su hocico. Las apretó más fuertemente que nunca antes
había podido hacerlo y el agua comenzó a derramarse hasta caer en la boca del
animal. Escuchó cómo el animal saboreaba el preciado líquido, desconocido para
él, y sintió cómo su áspera lengua lamía sus manos. Sam se emocionó al ver
reaccionar a su oldcroc y volvió a apretar las cuerdas. Lo hizo con tanta
fuerza que éstas, viejas y desgastadas, se desintegraron en su mano. No
obstante, había sido suficiente para extraer de ellas unas pocas gotas más del
brillante licor.
-¡Vamos, amigo!- le dijo una
vez más.
Las patas delanteras del
oldcroc se irguieron lentamente. Cuando éstas estaban firmes, una nueva onda
ordenó que también lo hicieran las traseras.
-¡Vamos! –Sam parecía no
encontrar otra palabra para animar a su amigo y compañero-. ¡Sabía que ibas a
ser Grande!
Sam se abrazó a él y le besó en
el hocico, obligando al oldcroc a emitir un cariñoso ronroneo.
-¡Rúbor! –le dijo- ¡Es Rúbor!
El oldcroc, que misteriosamente
había recuperado las fuerzas, se lanzó a la carrera olvidándose que su compañero
no había extendido las cuerdas. A decir verdad, tampoco les quedaban cuerdas.
Sam se asustó, pues creyó que éste iba a acabar rodando, pero no, no. Magcroc
clavaba sus pequeñas uñas sobre la húmeda tierra y ascendía por ella con gran
facilidad. Rápidamente Sam se dio cuenta de ello y corrió tras su compañero.
-¡Corre, Magcroc, corre! –le
decía entre lágrimas de alegría.
De repente, y sin previo aviso,
sus pies se encontraron en el aire. Ya no tenían donde pisar. Habían salido al
exterior de aquella horrible gruta que les había devorado durante no se sabe
cuántos días.
Una pálida brisa sacudió sus
rostros, dándoles la bienvenida. La maravilla que tenían frente a ellos les
hizo caer estupefactos al suelo. Fue entonces cuando se dieron cuenta de lo que
pisaban: una alfombra de espesa y tierna hierba que se tornaba rojiza. Sam miró
a su compañero y también lo encontró más ruborizado que nunca. ¿Dónde se
encontraban realmente? ¿Estaban en lo alto de las “Montañas de la Muerte ”, y la cercanía de
Rúbor les intensificaba su color o, por contra, habían llegado a ese nuevo mundo
nacido en el centro de Crocom?
Sam observó su alrededor, y
todo parecía tranquilo. Ahora las cumbres más altas se elevaban a su espalda.
Frente a ellos, en el lejano horizonte, las mágicas y rojizas siluetas eran
cortadas por blanquecinas nubes afiladas como cuchillas. Se encontrasen donde
se encontrasen, aquel lugar nada tenía que ver con lo que ellos conocían. Sam
era consciente de que aquella maravilla le iba a traer grandes aventuras y
misterios que en nada se iban a parecer a las que ya había vivido, primero en
su Tierra y después en Crocom. Tenía claro que las sorpresas iban a llegar una
tras otra, casi sin darle tiempo a asimilar la primera. Por eso quería
descansar. Los dos lo necesitaban, porque Magcroc tampoco iba a estar exento
de las nuevas hazañas.
Magcroc permanecía en la misma
posición en la que había caído. Desde allí mismo, moviendo su cuello de un lado
a otro, y olvidándose de dónde se encontraban, eso ya llegaría más tarde, había
comenzado a segar la apetitosa y sabrosa hierba. Sam, seguro de que el oldcroc
no se iba a mover de su lado, se echó la manta invisible por encima y trató de
dormir.
III
Cuando Sam despertó, no tuvo
problema en abrir sus ojos, pues aunque éstos se habían acostumbrado a la
oscura ceguedad de la cueva, la luz que llegaba con el nuevo día parecía no
existir. Aun así prefirió hacerlo poco a poco, hasta que un fuerte y cercano
estruendo le obligó a abrirlos de golpe. No conseguía ver nada, pues una espesa
cortina se lo impedía. Trató de apartarla con la mano, pero le fue imposible.
Una y otra vez el velo caía sobre él ferozmente. A la vez que volvía a
intentarlo, la tierra tembló nuevamente, como si fuera a abrirse allí mismo. Él
había sentido los terremotos de Crocom, pero aquel movimiento parecía más
intenso que ninguno y, además, duraba demasiado.
De repente, surgiendo de detrás
de una colina, apareció una manada de cientos de oldcroc que corrían velozmente
como si huyeran de algo atroz. Magcroc rugió emocionado. Eran oldcrocs salvajes
que vivían en las montañas. También Sam se había quedado perplejo al verlos;
tan perplejo que todavía no se había dado cuenta que el velo que le enturbiaba
la visión no era sino un espeso aguacero; una olvidada tormenta de agua.
-¡Llueve! ¡Llueve! –le dijo a
Magcroc, mientras levantaba su cabeza hacia el cielo y dejaba que el agua
recorriera su rostro.
Otra vez bajó la vista y se fijó en la hierba.
No era rojiza como la que había visto antes, sino verde; un intenso verde
semejante al color del fuego de Crocom. También Magcroc había recobrado su tono
habitual. Sam lo observaba mientras éste seguía con su mirada fija en los
oldcroc. Tras unos largos segundos, el húmedo manto dejó de caer, y un sol
madrugador surgió entre las grisáceas nubes que ya se dispersaban
plácidamente. Al momento, Sam notó la fuerza del sol. Magcroc también sintió
sus rayos, viéndose obligado a entretejer más férreamente sus pestañas.
-Sí, amigo –le dijo Sam-,
debemos estar en la puna, la extensa llanura sobre la que se asienta
Drimepolis. Es normal que aquí el sol nos deje sentir su rabia; no en vano
estamos diez mil metros más cerca de él.
Magcroc contestó con un rugido
de que aquel nuevo paisaje le gustaba. Sí, sí, se dijo Sam, a ver hacia dónde
nos lleva tu instinto. Con una orden mental le dijo que se levantara y
comenzara la marcha. No le dijo más, ni siquiera qué camino quería que tomara.
Magcroc obedeció sin rechistar y sin la más mínima duda. Por supuesto, tomó la
dirección de la manada de oldcroc.
-Cómo no, qué estúpido soy.
En ese instante algo les detuvo
nuevamente. Frente a ellos, en lo más hondo de la ladera, un extraño animal de
largos bigotes corría desesperadamente en su misma dirección.
-¡Es un miaucroc! –dijo Sam,
emocionado.
Pero casi no había terminado de
decirlo cuando una sombra cayó sobre el extraño felino. Un murcroc se abalanzó
sobre él, agarrándolo entre sus garras y llevándoselo por los aires. Sam y
Magcroc se quedaron boquiabiertos.
-Quizá este mundo no sea tan
bello como parece –le dijo Sam, ondeando una onda para que el oldcroc reanudara
el paso-. ¡Espera! ¿Por qué todos corren en el mismo sentido? Echemos un vistazo
tras esa colina.
Sam tomó el nuevo rumbo,
dejando atrás a Magcroc. Éste prefería tomar la otra dirección.
-Te comerán los murcroc –le
dijo Sam, sin volverse.
Eso le hizo lanzar un aullido
de pánico y arrancarse en una carrera tras su amo protector.
Tardaron más de lo que
esperaban, pues aunque desde la ladera la colina parecía más cercana y pequeña,
ésta obedecía a otras magnitudes. Su altura y su abrupto terreno los decidió a
rodearla. Ya habían tenido suficiente subida. Al llegar al otro lado se encontraron
con un estrecho pasillo que les conducía hasta un pequeño, si es que en Crocom
existía tal término, valle. La sombra de los altos árboles escondía más el
sendero. Sam observaba todo su alrededor. Llevaba rato oyendo extraños sonidos
que nunca antes, en la tranquilidad de Crocom, había escuchado. Magcroc seguía
sus pasos imitando fielmente todos sus gestos.
El valle estaba desierto y no
parecía haber nada que pudiera ahuyentar a los oldcroc. La alta hierba se
extendía hacia el horizonte, donde, a medio camino, una serie de colinas rompía
su monotonía. Sam ya estaba a punto de retroceder cuando al volver su vista a
un lado vio cómo algo surgía de la hierba. Rápidamente se echó al suelo. Con un
gesto de su mano trató de que Magcroc hiciera lo mismo, pero no le fue
necesario insistir. El oldcroc seguía imitando todos sus movimientos. Sam se
llevó su dedo índice a la boca y le imperó silencio. El menor gemido u onda podía
alertar al desconocido ser. Se incorporó tímidamente y con su mano apartó la
alta hierba. Ahora lo podía ver claramente.
Atahualcroc tenía razón. Su
descripción había sido perfecta, era tal y como él lo había descrito. Es un
futurterrícola, se dijo para sí, sin siquiera emitirse la más débil onda. Era
cierto, de no haber sido por Atahualcroc, él nunca hubiera calificado a aquel
ser como perteneciente a su misma especie. Realmente él tenía más parecido con
los crocomitas que con el espécimen que ahora observaba. Sam no daba crédito a
su visión. ¿Cómo era posible que aquel ser fuera descendiente de la especie
terrícola? El futurterrícola estaba agachado y se había incorporado. Eso mismo
le había dicho Atahualcroc. ¿Se trataba del mismo ser? Entonces estaba frente a
una hembra futurterrícola. Lo que era evidente es que no se trataba de una
crocomita, pues su piel no mutaba como la de éstos, sino que en vez de tomar el
verde de la hierba, era de un color blanquecino, semejante al de Sam, y
ligeramente bronceado de rojo.
Sam observaba a la extraña
criatura sin perder un solo detalle. Parecía más alta que cualquier fémina
terrícola de su “Twenty Twenty”; sin embargo, era algo amorfa. Así lo
evidenciaba su ceñido traje de color grisáceo. Su cabeza era ligeramente más
grande y las orejas parecían formar parte de ella. Sus brazos también parecían
algo más cortos y se despegaban menos del cuerpo. Sam dejó que la hierba
volviera a esconderle. Se sentó en el suelo. Le costaba creer lo que veía. Miró
a su compañero para compartir su incredulidad, pero Magcroc se limitaba a roer
un tronco de tallum que había encontrado.
-Es como yo –se dijo,
olvidándose de guardar su voz y sus ondas-, pero hay algo que…
Volvió a incorporarse, apartó
la hierba y asomó su cabeza, pero tuvo que esconderla rápidamente. La extraña
criatura estaba mirando hacia su posición como si hubiera percibido su
presencia. Otra vez se cumplían las palabras de Atahualcroc, lo que significaba
que si no hacía nada la perdería para siempre. Se incorporó lentamente para no
asustarla, pero ésta echó a correr huyendo de él. Le costaba correr, lo que
evidenciaba la torpeza de sus piernas. Eso detuvo a Sam durante unos segundos;
luego, despertando de su letargo mental, corrió tras ella.
-¡Espera! ¡Espera! –le dijo a
viva voz.
Ella no se detuvo. Unos árboles
le impidieron seguirla con la vista. Cuando llegó al otro lado de éstos, ella
había desaparecido. ¿Cómo era posible que con la torpeza que mostraba corriendo
hubiera conseguido darle esquinazo? Sam siguió su camino. La senda que ella había
abierto entre la alta hierba cesó bruscamente, como si se hubiera detenido
allí, pero allí no había nadie. De repente, surgiendo de entre la hierba,
algunos metros más adelante, rozando su cabeza y obligándole a echarse al
suelo, se alzó una nave voladora. Era una nave muy parecida a la que Sam había
visto en el almacén del palacio de Crocompolis. La había visto desde el suelo.
En ella había podido leer “Drimepolis”.
Quedaba claro que se trataba de
un futurterrícola de Drimepolis, pero ¿qué hacía allí? Sam todavía se
preguntaba cómo había podido dar semejante salto. Él había notado que su cuerpo
se movía más libremente, que la gravedad que reinaba en la puna era menor que
en el resto del planeta, pero ni siquiera él, un ser mucho más ágil que aquel
futurterrícola podría llevar a cabo semejante salto.
Volvió al lugar donde había
descubierto a la futurterrícola y buscó a su alrededor tratando de encontrar
algo que hubiera podido llamar su atención. Vio algunos tallum y un extraño
cactus. Era el primero que veía en Crocom; sin embargo sí había visto alguno
parecido en su Tierra. No le dio más importancia y volvió junto a Magcroc.
Ahora sí era el momento de tomar esa otra dirección, la misma que también había
cogido la nave en su huida.
Caminaron durante todo el día
entre la alta y virgen hierba. Atravesaron bosques que Sam no había llegado
nunca a imaginar, e incluso se refrescaron en pequeños lagos que se confundían
con el azul del cielo. Se maravillaron al ver montones de oldcroc y solitarios
miaucroc que recorrían las praderas en busca de algún despistado cuycroc.
Tampoco les faltó la sombra de varios murcroc que les sobrevolaban desde lo
alto. Ellos siempre se habían dirigido hacia el horizonte oeste, el mismo por
el que, ahora, Croc comenzaba a abandonarles. No tenían queja de él, pues les
había acompañado más tiempo de lo habitual. Ahora le tocaba ceder su puesto a
la coloreada luna. Ambos estaban iguales: la forma de su silueta y su
ruborizado color daban lugar a la duda de cuál era cuál. Todo el salvaje vergel
se había tornado de un intenso rojo, un rojo que Sam sólo había visto en la
desolada y abandonada colonia terrícola del planeta Marte.
En todo el camino Sam no había
dejado de pensar en la extraña futurterrícola y en las palabras de su amigo
Atahualcroc acerca de que éstos poseían un poderoso control de su mente. ¿Le
había sentido o visto allí escondido? ¿Había captado sus ondas caloríficas?
¿Cómo había sido tan rápido desplazándose? Y si utilizaba su mente para
hacerlo, ¿por qué había corrido hasta estar fuera de su vista? ¿Por qué se
había deformado su perfecto cuerpo?
Sam seguía haciéndose preguntas
una y otra vez. Cada vez que pensaba en una respuesta, le surgía una nueva
duda. Ni siquiera los quejidos de su abandonado oldcroc enturbiaron sus
preguntas, sino que tuvo que ser otro desconocido relincho el que le sacara de
su ensimismamiento. Era un gemido de oldcroc, pero muy diferente a los que
Magcroc solía emitir. Éste se adentraba más en la mente. Era más agudo, más
femenino. A un lado de su camino, en la orilla de un pequeño lago, aquí podemos
aplicar con certeza el término lago, se levantaba una humilde casa. A espaldas
de ésta, algo separado del agua y cercado por una valla, un oldcroc corría de
un lado para otro sin dejar de relinchar alegremente. Había olido la cercanía
de Magcroc y se había emocionado. También éste se había emocionado al oír su
llamativo grito.
-¿Qué pasa Magcroc, quieres que
hagamos una visita a esos futurterrícolas? –dijo Sam a su oldcroc-. Me parece
bien, pero deja que me vista para la ocasión. Llevo mucho tiempo esperando este
momento.
Sam buscó en una de las bolsas
que colgaban del lomo de su oldcroc y sacó su brillante chaqueta de navegante
espacial. Estaba impecable, sólo le faltaban las letras de la I.A .F.; y, a decir verdad,
también un poco ridículo, pues no llevaba los pantalones que conformaban el
traje, sino un largo pañuelo a modo de falda o pareo oriental. Él mismo se veía
irrisorio, igual que solía ver a los privilegiados ejecutivos de Laguna York
que solía llevar de turismo a alguna colonia de otro planeta y se vestían con
ropajes autóctonos tratando de parecerse a ellos. Aun con esas quiso hacerlo,
pues pensó que era como la bandera blanca que anuncia un alto el fuego.
La oscuridad de la noche ya
había caído sobre ellos cuando llegaron junto a la casa. A medida que se acercaban
a ella, podían percibir su rusticidad. Poco más que una choza levantada con
algunas ramas y troncos de árboles secos y muertos.
Primero se acercaron al
vallado, donde los dos oldcroc se olfatearon mutuamente. Parecían llevarse
bien. Sam levantó una de las tablas que formaban la valla y dejó que Magcroc
entrara dentro. Los dos animales comenzaron a correr lomo con lomo, como si se
estuvieran declarando. Sam dejó allí a Magcroc y se acercó a la casa.
-¡Hola! –gritó desde afuera-
¡Hay alguien!
Nadie respondió. Sam se acercó
a la puerta y vio que estaba entreabierta, invitándole a pasar.
-¡Hola! –volvió a decir, desde
el umbral de la entrada.
Al no recibir respuesta, empujó
la puerta para entrar. Antes echó una ojeada desde fuera. Parecía que no había
nadie, pero todo indicaba que no debían de andar lejos. Se decidió y entró,
pero una voz le detuvo.
-Un Agente Reinsertor hubiera
entrado sin pedir permiso.
Era una voz desafinada y
anciana. Sam se volvió hacia ella.
Una pareja de ancianos, con lo
que parecían algunas verduras en su mano, estaba de pie frente a él. Por primera
vez se encontraba cara a cara con unos futurterrícolas. Los observó fijamente
y los vio algo diferentes de la otra criatura que había visto antes. Éstos se
parecían más a él. Sí, su cuerpo era más robusto y sus brazos y piernas se
extendían más y tenían mayor movilidad. Tampoco perdía detalle de él la anciana
pareja. Su sorpresa era evidente.
-Debes llevar tiempo lejos de
la ciudad –dijo la mujer, acercándose a él y extendiéndole los brazos.
-¿Por qué lo dice? –preguntó
Sam, facilitándole el trabajo.
La mujer miró extrañada a su
marido. Parecía no entender el porqué de aquella pregunta.
-Tu cuerpo –respondió el
hombre.
Sam se miró de arriba abajo,
igual que había hecho antes con ellos.
-Tu voz –volvió a decir el
hombre- está perfectamente afinada.
-Tus orejas –añadió la mujer,
tocándolas con sus dedos.
Sam se separó de ella y
comprobó que en ellas no tenía nada raro. Se fijó en las de ellos, y sí que
eran diferentes a las suyas. Todavía no se habían despegado de la cabeza, e
incluso ésta misma era algo más grande de lo normal.
-¿Quiénes sois? ¿Por qué vivís
fuera de la ciudad?
Los dos ancianos se miraron
extrañados. Su pregunta debía ser un poco estúpida. En ese momento, un meloso
gemido llegó desde el vallado.
-Vaya –dijo el anciano-,
Amelinda parece haber encontrado un amigo.
-¿Amelinda? –dijo Sam, antes de
caer en la cuenta de que el anciano se refería a su oldcroc. Sam sonrió, consciente
de que Magcroc también era feliz.
-Hablaremos mejor cerca del
lago –dijo el hombre, invitando a Sam a salir delante de él. Sam, extrañado,
obedeció-. La humedad –dijo, nuevamente el anciano tratando de explicarse, pero
logrando una mayor confusión terrícola.
-Prepararé la cena, mientras
habláis –dijo la mujer.
Sam y el anciano se acercaron
al lago. Allí una plataforma de madera les adentraba en él algunos metros más
allá de la orilla. El anciano se ayudó de Sam para sentarse, luego se quitó sus
sandalias y metió los pies en el agua. Sam se sentó a su lado, pero tuvo que
ser el propio anciano quien le animara a hacer lo mismo. Cuando lo hizo, dejó
escapar un largo suspiro de alivio. El anciano le observaba en silencio. No
estaba muy seguro de a quién o qué tenía junto a él.
-¿Eres un errante? –le
preguntó.
-Sam no pudo evita una sonrisa-.
Podemos llamarlo así.
-No te entiendo –dijo el
hombre-. Eres un Insatisfecho errante y no te escondes.
Sam le miró fijamente. Estaba
totalmente perdido.
-No te preocupes –volvió a
decir el anciano-, no te descubriremos. A nosotros tampoco nos gustan los
Agentes Reinsertores.
Sam rió una vez más. Le habían
confundido con lo que él llamaba un futurterrícola. Eso quería decir que
tampoco le veían muy diferente de algunos de ellos. Más concretamente de esos
que, por segunda vez, habían nombrado como Agentes Reinsertores. Sam,
pensativo, desvió su mirada hacia los oldcroc. Éstos seguían con sus carreras.
Luego, seguro en su decisión, se volvió hacia el anciano.
-Mi nombre es Sam York. Soy
navegante espacial de la I.A .F.
Terrícola procedente de la
Tierra del 2020, del “Twenty Twenty”. Me dirijo a la ciudad
de Drimepolis.
El anciano guardó silencio
durante unos segundos; después, mirándole muy fijamente a los ojos…
-Nunca vuelvas a decir tu
verdadera identidad. Por lo menos no lo hagas mediante ondas, pues los
satélites receptores se harán dueños de ellas, y en ese mismo instante tendrás
a todos los agentes de la nueva I.A.F. detrás de ti.
Perfecto, pensaba Sam. Eso era
lo que él quería.
-Nooo, nooo –dijo el anciano,
moviendo su cabeza y dejando claro que podía leer sus pensamientos-. No sé cómo
era la I.A .F. de
tu tiempo y de tu planeta, pero la
I.A .F. de Drimeros no quiere Insatisfechos, y mucho menos
forasteros que no acepten estar bajo su control.
-Ha dicho… ¿Drimeros? –preguntó
Sam.
-Sí, claro –respondió el
anciano, abriendo sus brazos para abarcar todo aquello que le rodeaba.
-¡Crocom! –dijo el terrícola,
asintiendo.
-¿Cro… com? –repitió, esta vez,
el anciano.
Sam comprendió que ni los
crocomitas de Crocom, ni los drimerianos de Drimeros, tenían constancia de que
no vivían solos en el mismo planeta y que cada uno de ellos llamaba a su
planeta de una forma diferente. También el anciano se acababa de dar cuenta de
ello.
-¡Drimeros! –volvió a decir el
terrícola para sí.
-…de Galaxia 25 –añadió el
anciano.
Sam sonrió una vez más.
-…de Úniom –dijo el terrícola.
-¡Crocom, de Úniom! –dijo el
anciano-. Suena bien. Me gusta. George, de Crocom.
-Georgecroc de Crocom –le
corrigió Sam, con una sonrisa.
El anciano asintió satisfecho
de su nuevo nombre.
-¿Qué quiso decir antes, al
hablar de satélites receptores? –preguntó Sam, terminando con las
presentaciones.
George levantó su vista hacia
lo alto y señaló hacia el cielo drimeriano.
-Seguiremos hablando después de
la cena –dijo el anciano-. Ahora, ayúdame a levantarme.
Sam se puso en pie y obedeció
en silencio. El anciano ya se retiraba hacia la casa, pero él se quedó atrás.
Alzó sus ojos en busca de los satélites, pero no pudo verlos. George se volvió
hacia él.
-Ahí mismo –dijo, señalando
hacia algo que quedaba sobre sus cabezas.
Sam pudo ver un punto
brillante. Parecía una estrella y de no ser por su cercana presencia no hubiera
caído en ello. Quedaba claro que durante un tiempo no iban a poder hablar ni a
mandarse ondas, por lo menos nada que se saliera de una conversación normal
entre ciudadanos de Drimepolis.
Mientras los dos hombres habían
estado hablando, la mujer había preparado la cena. Un sencillo surtido de
verduras asadas sobre el verde fuego de Crocom. Sam se extrañó al ver la
colorida fuente que reposaba sobre la mesa. Las verduras silvestres, no
transgénicas, habían desaparecido años atrás de su “Twenty Twenty”, y en
Crocom, por supuesto, sólo existían en Urcroclandia, pero su sabor nada tenía
que ver con las que ahora saboreaba.
Los tres se habían sentado
alrededor de la rústica mesa hecha con algunos troncos. La cena había sido muy
silenciosa. Por supuesto, Sam no había hablado, eso era de esperar, pero los
dos ancianos tampoco habían emitido una sola onda. Se habían limitado a comer
con su mirada perdida en las deliciosas verduras. En ningún momento se habían
cruzado sus miradas, sólo las de Sam iban de uno a otro. Parecía evidente que
aquel momento era siempre así, y que seguramente los ancianos habían adoptado
el momento de obligado silencio para estar ocupados en cenar. También Amelinda
había cesado en sus alegres gemidos. Incluso hasta el mismísimo Magcroc había
sido contagiado con el triste silencio. Sam no quería creerlo. ¿A dónde habían
llegado? No sólo no podía susurrar en privado, sino que ni siquiera era libre
para dejar escapar una mísera onda.
Los tres acababan de terminar
de cenar, pues ésta no acababa hasta que sus voces y sus ondas quedaban fuera
del alcance del satélite. La mujer, ayudada por su marido, terminó de recoger
la mesa. Una mesa solitaria y desierta sobre la que sólo reposaba la pipa de
crocomhuana que el propio Sam, en su espera, había preparado. Se la había
ofrecido a la mujer y al hombre, pero éstos, además de rechazarla, le habían prevenido
para que esperara a que quedaran fuera del alcance del satélite. Sam sabía que
la crocomhuana no era buena para ocultar las verdaderas ondas, y aunque él
había aprendido a mantenerlas lejos de cualquier mente captadora, prefirió no
encenderla.
Por fin Amelinda rugió, dejando
escapar toda la alegría que había acumulado durante ese rato. Magcroc respondió
con otro relincho. El suyo más fiero y molesto por haber tenido que callar. Él
estaba acostumbrado a rugir todo cuanto quisiera. George se levantó y salió
fuera de la casa. Tras asegurarse que el satélite estaba lejos de ellos, volvió
a la casa.
-No pensarás ir a la ciudad con
tu galopecus –dijo el anciano, dejando oír su voz nuevamente.
-¿Mi galo…? Ah, mi oldcroc. No.
Había pensado que no les importaría que lo dejara en su establo. A Amelinda
parece no importarle.
Al oír sus palabras, la anciana
se emocionó y le cogió la mano entre las suyas.
-¿Cómo se llama? –preguntó
ésta- Porque tendrá un nombre.
-¡Magcroc! –respondió Sam.
-Me gusta. Amelinda y Magcroc
hacen buena pareja.
-Sabes –irrumpió el anciano-,
en Drimeros ya nadie procrea. Nadie tiene hijos, a excepción de los animales
que corren libres por las montañas.
Sam no entendía.
-Pero… ¿por qué?
-Sólo los Insatisfechos hacen
el amor, pero no pueden arriesgarse a tener familia. Eso los delataría.
-Pero… no hacerlo acabará con
la especie futur… terrícola.
-No sabemos más –intervino la
mujer-, y tampoco queremos saberlo. Nuestra ignorancia es nuestro salvoconducto
de vida.
-Entiendo –dijo Sam, consciente
de que Drimepolis le iba a sorprender más de lo que él esperaba-. Pero... me
gustaría encontrar a los Insatisfechos.
-Podemos decir que ellos son
tus semejantes –dijo el anciano.
Sam puso cara de no comprender
aquellas palabras.
-Físicamente son los únicos con
los que tienes cierto parecido. Además de los Agentes Reinsertores –dijo la
mujer. Sam pensó en ellos mismos. -Sí, nosotros también –prosiguió ésta-, pero
hace tiempo que nosotros no vivimos en la ciudad.
-Extrañamente se nos ha
concedido ese privilegio –añadió George. Sam asintió-. Los Insatisfechos han
dejado a un lado el poder de su mente. Practican el culto al cuerpo: utilizan
sus manos, su voz, sus oídos, sus piernas. Además, también son los únicos que
se hacen preguntas sobre el porqué de sus vidas. No son fáciles de encontrar,
huyen y se esconden, están perseguidos por los Agentes Reinsertores.
-Esta mañana creo haber visto
un Insatisfecho –dijo Sam-. Una Insatisfecha que misteriosamente desapareció y,
al momento, me sobrevoló en su nave.
Los dos ancianos se miraron un
instante. La mujer le hizo un gesto de afirmación y el hombre tomó la palabra.
-Si algo distingue a los
terrícolas de Drimeros y los terrícolas de la Tierra , ese algo es el uso del poder de su mente.
Poseemos grandes poderes, sobre todo los jóvenes.
Sam creía que el anciano se
refería al poder de comunicarse mediante ondas, algo que también él había
llegado a dominar.
Sí –le dijo George, volviendo a
dejar claro que podía leer sus pensamientos.
El anciano se sentó en la silla
e hizo un gesto a su mujer. Ésta respondió con otro gesto de afirmación. George
trató de concentrarse. Tras unos segundos, la pipa de crocomhuana que estaba
sobre la mesa se elevó por el aire hasta que la boquilla se apoyo sobre sus
labios. Todo ello sin llegar a cogerla con sus manos. Una vez en su boca, su
mujer la tomó en su mano y la dejó nuevamente sobre la mesa.
-Telequinesia –dijo el anciano,
recuperando sus fuerzas-. Pero yo ya no tengo el poder de los más jóvenes
–Sam, pensativo, seguía mirando su pipa-. Y el arma más poderosa de todas –el
terrícola alzó su vista hacia el anciano-, la solución a tu misterio:
Estatimento.
Sam quedó perplejo. No entendía
qué quería decir aquella palabra.
-Estatimento –repitió el
anciano-. Movimiento estático. Teletransportación.
Sam asintió lentamente. Ahora
parecía comprender. Sin embargo, su mente se detuvo en algo.
-¡Corrió antes de verte! –se
anticipó nuevamente el anciano.
-Sí –contestó el terrícola.
-Ése es otro de nuestros
poderes -añadió la mujer-. Nos anticipamos a los hechos. Lo llamamos SSI, Sexto
Sentido Inmediato.
Sam se acordó de sus
prismáticos anunciáticos.
-Ése es un instrumento muy
viejo –dijo el anciano-. De poco te servirá en la ciudad de Drimepolis.
Sam seguía confuso. Su mente
seguía dando vueltas.
-Te confundió –volvió a decir
el anciano.
-¿Me… confundió? ¿Con quién?
-Sí, exactamente –dijo la
anciana-. Todo esto debe ser muy extraño para un terrícola de tu tiempo y de tu
planeta, pero has de aceptarlo y acostumbrarte. Tu Insatisfecha te confundió
con un Agente Reinsertor. Ellos poseen inhibidores de teletransportación. Ella
corrió lo justo para escapar del alcance inhibidor y poder estatimentarse hasta
su nave. Los Agentes Reinsertores son los drimerianos más parecidos a ti.
Además, son camaleónicos, pues se visten en función del Insatisfecho al que
persiguen, y no sería la primera vez que lo hacen de navegante espacial.
-Pero, ¿entonces…? –intentó
preguntar Sam, siendo interrumpido por George.
-Los Insatisfechos no
pertenecen a ninguna clase social. Un drimeriano no nace siendo Insatisfecho,
sino que se transforma en él. Se producen aleatoriamente por errores en el
control de sus mentes.
-¿Quieres decir que alguien
controla vuestras mentes?
Los dos ancianos asintieron a
la vez.
-¿Y no hacéis nada para
evitarlo?
-No lo comprendes –dijo el
anciano-. Los únicos que pueden hacer algo son quienes están fuera de ese
control.
-¿Quién podriiii…? –Sam pareció
caer en la cuenta-. La I.A .F.
Pero… y vosotros… no parecéis estar muy de acuerdo… Sois Insatisfechos.
-Te confundes –dijo la mujer-.
No somos Insatisfechos. O por lo menos no lo éramos. –Sam se había vuelto a
perder-. Nuestro hijo se volvió Insatisfecho. Nosotros fuimos desterrados fuera
de la ciudad. Se nos limitó el uso de nuestros poderes mentales y se nos
prohibió poder regresar. Aun así, nuestra mente sigue bajo su control. –Sam no
dijo nada-. Nosotros estamos contentos, pues otras familias no lo aguantan y se
quitan la vida.
Sam movía su cabeza a un lado y
a otro. No podía, no quería, creerlo.
-Por lo menos seguimos vivos
–dijo la mujer.
-No entiendo por qué –dijo Sam.
-En Drimeros nadie muere, si no
es por muerte natural –dijo George.
-Pero habéis dicho que algunos
se quitan la vida.
-Cierto –volvió a decir el
anciano-, pero es una muerte natural, pues son ellos mismos quienes ordenan a
su cerebro su propia muerte.
-Entonces, ¿qué sucede con los
Insatisfechos que capturan?
-Los agentes los llaman
Desorientados. Su trabajo consiste en reorientar y reinsertar su mente.
A Sam le costaba creer todo
aquello. ¿A qué se refería con que ellos mismos ordenaban su muerte? ¿En qué
consistía la reorientación y la reinserción? Desde luego, Drimepolis se estaba
presentando como algo nada bueno.
-Ahora tienes que perdonarnos
–dijo el anciano, poniéndose en pie-. Tenemos que retirarnos.
Sam asintió, con una escasa y
preocupante sonrisa. La mujer se acercó a él y le cogió la mano.
-Te he preparado esa cama –le
dijo, señalando hacia un catre preparado con hierbas secas-. Hoy nosotros
dormiremos juntos.
-Gracias, pero no lo puedo
permitir –dijo Sam-. Yo dormiré fuera, ya me he acostumbrado.
-Por la mañana lloverá con
ganas –dijo el anciano, mientras se echaba sobre la otra cama.
-No se preocupen –dijo Sam,
consciente de que sus palabras eran ya inútiles, y terminándolas con una tímida
voz que no alcanzaba los amorfos oídos de los ancianos-, me gusta el agua.
Por supuesto, los ancianos
habían obviado sus palabras. Incluso parecían haberse olvidado de él. Se
echaron juntos en su lecho, y mecánicamente cerraron sus ojos abandonándose al
sueño. Sam los observaba en silencio. Sólo su mente seguía dando vueltas a sus
ideas. Acababa de hablar con ellos, estaba, o creía estar, seguro de ello, pero
al verlos allí, tumbados boca arriba con sus manos sobre el pecho, con sus ojos
cerrados y totalmente inmóviles, ni siquiera parecían respirar. Creyó
encontrarse frente a dos difuntos.
Qué extraños eran aquellos
futurterrícolas. Desde luego no le iba a ser fácil convertirse en uno de ellos.
Sam volvió a mirar su cama. Ésta no le convencía lo más mínimo y, como había
dicho, prefería dormir al aire libre. Volvió a coger la pipa que seguía sobre
la mesa y se la llevó a la boca. Se acercó al fuego y prendiendo una astilla
comenzó a chupar de ella. El frágil y mágico aroma de la crocomhuana inundó la
estancia. Esta vez la pipa desprendía más humo de lo habitual. Era normal, pues
se trataba de hierba que el propio Sam había recogido en su camino hacía la
casa, y ésta todavía estaba algo húmeda. Aun así, pronto se dio cuenta que su
sabor y poder era algo fuera de lo habitual.
Tras un par de caladas y
ayudado por los placenteros efectos de la hierba, Sam se levantó para salir de
la casa, pero unos leves susurros volvieron a detenerle. Eran los ancianos. Los
dos habían comenzado a hablar en sueños, como si realmente estuvieran
despiertos. Sam los contemplaba pensativo. Era como si se hubieran inyectado
una dosis de drimina. Pero él llevaba un rato junto a ellos y en ningún momento
había visto las ampollas de la preciada droga. Trató de no darle más
importancia, también él hablaba en sueños. Y así fue una vez más, aunque ni
Magcroc ni su feliz compañera, Amelinda, se inmutaron lo más mínimo. Los dos
estaban acostumbrados a los sueños de sus amos. Los dos oldcroc se habían
echado junto a él, tal y como Magcroc había estado haciendo desde que partieron
de la ciudad de Crocompolis. Sam había salido a fumar su pipa bajo las
estrellas, le encantaba hacerlo, pero obligado por los poderosos poderes de la
crocomhuana se había quedado dormido. Había encontrado un lugar privilegiado
que le permitía apoyar su espalda contra una de las vallas del establo y, sin
levantar demasiado su vista, contemplar las estrellas y el propio reflejo de
éstas sobre la cristalina agua del lago. Allí, con aquella bella visión y con
sus pensamientos plácidamente asentados, se había quedado dormido.
Pasó varias horas traspuesto en
aquella posición y, de no ser por el preciso rugido del estómago de Magcroc,
hubiera seguido haciéndolo durante algunas más. En el tiempo que le llevó
despertarse del todo, la crocomhuana le había dejado KO, los dos oldcroc se
habían acercado a la orilla del lago, pues éste formaba parte del vallado y les
permitía acercarse hasta él para saciar su sed.
El sol todavía no se había
levantado por las montañas, pero su reflejo sobre el cielo del este ya
comenzada a descolorar la puna, todavía bañada por la rojiza presencia de
Rúbor. Algunas oscuras nubes, las primeras que él veía, le impedían la visión
de las estrellas drimerianas, lo que le incitó a ponerse en pie decidido a no
perder más tiempo. Volvió a la casa para despedirse de los ancianos, pero los
encontró en la misma posición que los había dejado al comienzo de la noche. Ya
no susurraban, y parecían estar más muertos que antes. Ni siquiera daban la sensación
de estar soñando. No se atrevió a despertarlos, se temía cualquier reacción, y
decidió esperar. Tenía esperanzas de que no tardaran en hacerlo, pues tampoco
quería marcharse sin despedirse de ellos, ya que si éstos despertaban y no le
veían podrían creer que todo había formado parte de su sueño; tal y como debían
serlo sus vidas.
Sam los observaba como si
estuviera estudiando sus mentes. Creía estar viéndolas totalmente despejadas y
libres de todo sueño. En ese momento la mujer comenzó a tiritar como si un frio
polar le hubiera invadido de repente. Era como si estuviera sufriendo una
descarga eléctrica que hiciera temblar todo su cuerpo. Sam se asustó al verla,
pero todavía no había tenido tiempo de reacción cuando su marido sufrió el
mismo ataque. Tras unos breves segundos, las vibraciones cesaron instantáneamente,
permitiendo que sus ojos se abrieran de par en par. Acababan de despertar.
-Buenos días –dijo la anciana,
poniéndose en pie más hacendosa y ágil de lo normal.
-Buenos días –contestó Sam,
asombrado al ver que George repetía los pasos de su mujer.
Para los ancianos todo parecía,
y era, normal, pero Sam sabía que allí sucedía algo. La manera en que se habían
quedado dormidos y los espasmos que les habían precedido al despertar, quedaban
fuera de cualquier despertar terrícola, por lo menos de su tiempo. Prefirió no
decir nada y seguir con el plan que había previsto. Se despidió de la mujer,
agradeciéndole su hospitalidad, y luego, acompañado por el anciano, se acercó
al establo para despedirse de su oldcroc.
Cuando Magcroc se acercó hasta
él, Amelinda estaba a su lado. Los ojos terrícolas estaban húmedos y tristes.
Lo mismo sucedía con los del animal. Magcroc estaba nervioso. No sabía qué
hacer. No quería abandonar a su amo y compañero, pero tampoco deseaba dejar
aquel lugar, y mucho menos a Amelinda.
-No te preocupes, amigo –le
dijo Sam, a la vez que dejaba escapar sus húmedas ondas-. Cuidaré de mí, y te
prometo que volveré a verte.
Magcroc gimió lleno de
tristeza, y un manto de desilusión le obligó a echarse al suelo. Amelinda tuvo
que tumbarse a su lado, y con su hocico darle unos cariñosos lametones para
levantarle el ánimo.
George no daba crédito a lo que
veía. Nunca había visto y sentido una amistad semejante entre un hombre y un
animal.
-Posees corazón, terrícola
–dijo el anciano-. Sin duda, aquí llegaron los que carecían de él.
Sam no contestó. En un saludo
crocomita, se llevó una mano al corazón y otra a la cabeza. Esa era su manera
de despedirse y el anciano lo sabía. Éste era consciente de que aquel saludo no
era ni terrícola ni drimeriano, sino que pertenecía a sus desconocidos vecinos
de Crocom. También él colocó sus manos sobre su cabeza y su corazón y le
despidió deseándole lo mejor con unas amistosas ondas. Su mujer los interrumpió
con su llegada. Traía algo en sus manos y se lo ofreció a su huésped. Un
paquete envuelto en una tela que ocultaba su interior.
-Ten –dijo la mujer-. Te será
muy útil en la ciudad.
-Gracias –dijo Sam,
agradeciéndoselo y ofreciéndole su mano, ahora sí, en una afable despedida
terrícola.
Cuando Sam ya había iniciado su
marcha, decidido a no mirar atrás, un fuerte relincho le obligó a hacerlo.
Magcroc corría y saltaba de un lado para otro, tratando de animarle y de
dejarle claro que allí se quedaba en buenas manos, algo de lo que Sam no dudaba
lo más mínimo.
Ese momento le trajo recuerdos.
Recuerdos de cuando él y su amigo Amoncroc abandonaron el valle de Urcroclandia,
donde todos los urcroc relincharon a la vez para despedirle.
Y así fue cómo, acompañado por
los entrañables recuerdos de las tierras bajas de Crocom, su otro pueblo, Sam
recorrió lentamente las verdes praderas camino de la extraña y, cada vez más,
misteriosa ciudad de Drimepolis. Siguiendo el consejo del anciano, siempre se
había dirigido hacia el centro de la puna. En ningún momento se había desviado
de la dirección que éste le había indicado, y fue al atardecer cuando, por
fin, arribó frente a la semi-invisible y opaca barrera que protegía la ciudad.
Sam se encontraba frente a un
inmenso muro que reflejaba todo lo que quedaba frente a él. Era como un falso
espejo que fluctuaba y ondulaba, como si de una pared de agua se tratara. Una
distorsión óptica producida intencionadamente para ahuyentar a los extraños, ya
fueran bestias salvajes o humanos ajenos a Drimepolis. No era la primera vez
que Sam veía algo parecido, pues la cúpula que protegía su ciudad de Laguna
York era muy semejante. Se podía estar a un solo paso de su extraña frontera y
no ver lo que quedaba al otro lado de ésta, y avanzar un único metro y verse
sumergido en un nuevo mundo inexistente un segundo antes. Era como caer en una
nueva dimensión. Sam se había detenido a unos pocos metros. No veía nada más
que su propia imagen distorsionada y el reflejo del verde campo que ya había
dejado atrás. Desconocía si aquel efecto era semejante desde el otro lado o si
por el contrario, todos podían verle. No podía quedarse allí pasmado esperando
a que alguien le obligara a identificarse. Rápidamente volvió atrás y se
escondió entre los abundantes árboles que, de vez en cuando, inundaban la alta
puna. Casualmente frente a él tenía unos bajos arbustos repletos de hojas y
olorosas flores multicolores. Aquel era un sitio perfecto para esconder algunas
cosas que, en principio, no iba a necesitar, pero que, de tener que salir a por
ellas, las flores le servirían para reconocerlo fácilmente.
También había llegado el
momento de abrir el paquete que le había entregado la anciana. Lo hizo con sumo
cuidado, pues desconocía lo que había en su interior. Sam podía esperar
cualquier otra cosa, pero nunca un verdadero traje de navegante espacial de la I.A .F. drimeriana: jersey,
pantalón y botas. La anciana había conseguido sorprenderle, además de dejarle
claro que su hijo había sido un navegante convertido en Insatisfecho. Le agradeció
el regalo y, aunque se guardó sus ondas, se lo puso de inmediato. Guardó su
vieja túnica, sus sandalias y su otra chaqueta terrícola junto con sus
prismáticos anunciáticos y su pistola láser en una de las bolsas de viaje y la
escondió entre las abundantes ramas.
El nuevo traje era de un gris
metálico que variaba con la luz del sol. A medida que éste caía o recibía menos
luz, su tela se hacía más luminosa. Lo que antes era una chaqueta, ahora, se
había reducido a un simple jersey ajustado en el cuello, y ancho y suelto a
medida que descendía hacía la cintura. Con los pantalones sucedía lo contrario:
se ajustaban a esta última y se volvían anchos y voluminosos en las partes
bajas. Las botas también habían sufrido su transformación, reduciéndose a unos
cómodos zapatos que apenas cubrían el tobillo y que se ajustaban herméticamente
sin cuerdas ni broches ni nada.
Sam se miró de abajo arriba y
no pudo evitar reírse de sí mismo. A dónde había llegado aquella moda. Más que
un uniforme, aquel nuevo traje de la
I.A .F. parecía la ropa de verano que solían vestir los ricos
de su Tierra cuando salían de fin de semana a las privadas playas de la Luna.
Otra vez se acercó al invisible
umbral del futuro, pero esta vez lo atravesó con decisión, sin titubeos, sin
detenerse. Nada extraño sucedió. Sólo su esperada sorpresa de verse pisando el
negro asfalto de una ciudad civilizada.
Sí, el asfalto de Drimepolis
era negro como el azabache terrícola. Sam se volvió sobre sí mismo, tratando
de encontrar a alguien, alguien que le acompañara, pero no vio a nadie. Estaba
completamente solo en medio de una larga avenida. Los edificios que tenía
frente a él, al otro lado del siniestro asfalto; en el límite, donde él pisaba,
no los había; se elevaban hasta perderse de vista, y, curiosamente, en ellos
se veía el reflejo de los verdes campos que quedaban al otro lado de la
protectora barrera. Sin embargo, al mirar hacía ella directamente sólo se veía
el reflejo de los propios edificios, causando la impresión de que la ciudad se
extendía más allá de ella. Todas las fachadas eran como enormes espejos que
parecían poseer vida propia. Sobre una de ellas, de vez en cuando, se
proyectaban unas imágenes en tres dimensiones donde se podían ver algunas
escenas eróticas acompañadas de unas coloridas letras que trataban de atrapar a
quien estuviera frente a ellas. “El Valle del Sueño Real, un lugar para
sentir”.
Las imágenes volvieron a
desaparecer, lo que hizo que Sam se olvidara de ellas. Después de todo, aquello
no parecía más que simple y burda publicidad. Él seguía allí de pie en medio de
la nada. Sobre su misma cabeza algo llamó su atención. Se tuvo que echar a un
lado para poder verlo. Un cartel suspendido misteriosamente en el aire en el
que se podía leer: “Estatimento Límite Este”. El mensaje le obligó a bajar su
vista hasta sus propios pies. Acababa de descubrir que no pisaba sobre el negro
asfalto, sino sobre una especie de acera que tan solo se levantaba unos
centímetros de la oscura avenida. Una avenida que continuaba vacía. Ningún
coche circulaba por ella, en ninguno de los dos sentidos, que, a decir verdad,
no quedaban delimitados por ninguna línea. Tampoco volaba ninguna nave, lo que
sugería que ni siquiera existieran los niveles y subniveles aéreos; algo que ya
abundaba en su Laguna York. Pero sí, éstos sí existían en Drimepolis, o por lo
menos así se lo sugerían varías plataformas semejantes a la que pisaba y que
quedaban suspendidas a diferentes alturas junto a las fachadas de algunos
edificios.
Sam era consciente de que se
encontraba en el límite Este de la ciudad. No necesitaba que el cartel que
tenía sobre él se lo confirmara. Imaginaba que, junto a las fronteras de las
ciudades del futuro, la prohibición de atravesarlas impregnaba de miedo a la
gente alejándoles de ellas, igual que sucedía en la suya. Drimepolis no tenía
por qué ser diferente. Eso comenzó a ponerle nervioso. Un nerviosismo que se
hizo mayor cuando, de repente, sintió una leve descarga que hizo vibrar todo su
cuerpo. El susto le hizo saltar hacia adelante y volver su vista. Se sorprendió
al ver que a su espalda se encontraba otro hombre. Parecía claro que éste
acababa de llegar. Antes de que Sam reaccionara para saludarle, éste respondió
con sus ondas, devolviéndole el cumplido. Sam contuvo su voz y dejó escapar sus
ondas. El hombre sonrió, eso creyó Sam, con su pequeña boca y sus afilados
ojos y volvió a desaparecer.
Sam no despegó sus ojos de
aquella posición. Acababa de ver con sus propios ojos cómo desaparecía un futurterrícola
y de presenciar una estatimentación. Un movimiento estático. Una
teletransportación. La presencia del futurterrícola no había durado más de unos
breves instantes, ni siquiera un segundo, pero habían sido más que suficientes
para que Sam se fijara en él. Ése había sido el primer terrícola de la ciudad
de Drimepolis que veía y, realmente, era bastante diferente de la pareja de
ancianos que había conocido fuera de la cúpula.
Su traje, o mejor dicho su
jersey, no era plateado como el que la anciana le había regalado, sino más bien
de un color rojizo. No obstante, sí era ancho, pero no llevaba ninguna letra
identificatoria. Ni de la I.A .F.
ni de ninguna otra organización. Seguramente se trataba de un simple ciudadano.
Sam también había podido ver que no tenía pelo y que sus ojos, mucho más
rasgados que los suyos, eran más pequeños, al igual que su boca y sus orejas.
Sin embargo, su cabeza sí era claramente más grande que la de cualquier
terrícola de su “Twenty Twenty”, incluso de la de los drimerianos que ya había
visto. Su pecho también parecía tener un volumen superior, pero eso no era de
extrañar viviendo a aquella altitud. Algo que también podía ser causa del
rosáceo color de su piel.
Otra vez sintió la tenue
vibración. Se puso alerta y se volvió tratando de anticiparse al nuevo
futurterrícola. Hizo mal, pues, al volverse, el futurterrícola apareció justo
detrás de él; espalda con espalda. El hombre volvió sus ojos hacia él. Se
extrañó al ver que Sam estaba de cara, pero al ver las letras de I.A.F. sobre
su jersey no dijo nada. Se limitó a saludar con sus ondas y proseguir su
estatimentación. Sam respondió al saludo a la vez que se volvía. Parecía claro
que en las plataformas de estatimento siempre había que mirar al frente y
nunca volverse. El futurterrícola había sido bastante más rápido que su
predecesor y Sam había tenido el tiempo justo para que su cerebro captara la
sensación que el verde del jersey había producido en su retina.
Otra vez se fijó en el cartel
que tenía sobre él: Estatimento Límite Este. Alzó más su mirada y se detuvo en
las plataformas que quedaban junto a las fachadas de los edificios. Clavó sus
ojos y su mente en ellas. Se acababa de dar cuenta que eran muchos los
ciudadanos que aparecían y desaparecían en ellas. Son plataformas de teletransportación,
se dijo para sí. La gente no camina, sino que se teletransporta. Pero él no
podía, o no sabía, teletransportarse ¿Cómo se iba a mover por la ciudad?
Una nueva vibración le anticipó
una nueva llegada. Rápidamente saltó hacia atrás para coger buena posición. Se
extrañó al ver de quién se trataba. Curiosamente había reconocido a aquel
futurterrícola. Era el mismo que había visto hacía menos de un par de segundos.
El hombre también se sorprendió al verle a él. Sam notó que sus ondas estaban
alteradas, como si estuviera nervioso.
-Olvi… Recordé que tenía que pasarme por otro lado –ondeó éste con sus ondas.
Sam se había
quedado sin ondas que responder.
-¿Proo…blemas? –volvió a ondear el hombre.
Sam no reaccionaba ante lo que debía ser una futura conversación terrí…
futurterrícola-. No consigue estatimentarse. Algunas
veces nuestra mente se… se revela y no nos deja concentrarnos. Pero es mejor no
enfrentarse a ella. Yaaa se calmará. Es mejor que utilice un navebus.
Sam no sabía
qué hacer. ¿El futurterrícola le había tomado por uno de ellos o simplemente
trataba de disimular su asombro al verle? ¿Se debía a eso su nerviosismo, o
es que, como él mismo había entreondeado, había olvidado pasar antes por otro
lugar? Desde luego, debe ser un poco frustrante que una mente tan poderosa se
olvide de algo. Olvidar debe ser una palabra que no puede entenderse dentro de
unas mentes como las que dominaban aquella sociedad. Que alguien olvidara debía
de considerarse como una disfunción de la mente, algo verdaderamente humillante.
Sería el hazmerreír de Drimepolis. Por eso, si éste le había descubierto, él
mismo ocultaría sus ondas a fin de no ser descubierto. Sam podía estar
tranquilo. Ahora sólo le preocupaba dónde podía tomar eso que el pobre
ciudadano había llamado navebus.
-Ahí, tras el edificio, están las plataformas de embarque de los
navebuses –ondeó nuevamente el hombre, tratando de dejar
ver una sonrisa.
-Gracias –respondió Sam con sus ondas,
terminando su primera y breve conversación, y lanzándose al asfalto.
-No hay de qué –respondió el hombre, justo
antes de volver a desaparecer dejando vacía la plataforma.
Estatimentarse,
se dijo Sam mientras se encaminaba en busca de la calle paralela. No le quedaba
duda, estatimentarse quería decir desplazarse de plataforma en plataforma; y
movimiento estático, moverse de un lugar a otro sin ningún esfuerzo físico.
Pero para desplazarse no siempre se debía llevar a cabo esta estatimentación.
Si no, por qué iban a existir los navebus. Como George le había dejado claro,
por lo menos los usarían los ancianos, ciudadanos cuya vieja y desgastada mente
carecía de suficiente energía y poder.
La nueva
avenida, perpendicular a la que bordeaba el arco de la cúpula, era semejante a
ésta: amplia, larga, sin línea que la dividiera en dos, con altísimos edificios
y sin una sola alma con quien encontrarse. Sam tenía claro que su primer
objetivo era dar con un Insatisfecho, algo que, a medida que iba conociendo la
ciudad, tenía claro le iba a ser muy difícil. Si eso no sucedía pronto, no tendría
más remedio que ir a ver al propio jefe de la I.A .F., Boss, que era quien gobernaba en el nuevo
planeta de Drimeros. Poseía un traje de navegante espacial. Eso no era su
salvación, pero desde luego le iba a ser de gran ayuda. Si llegaba el momento,
se haría pasar por el hijo de los ancianos. De esa forma podría contactar con
algún compañero suyo o, mejor todavía, con algún Insatisfecho. Así pues, su
primer destino sería el edificio de navegantes espaciales de la I.A .F.
Anduvo más de
cien metros para alcanzar el cruce con la siguiente avenida. Al girar la
esquina, la sorpresa le hizo detenerse y volver atrás. Pensó si realmente era
cierto lo que creía haber visto. Se autoconvenció y siguió adelante. Acababa de
pasar de la más absoluta soledad a una nueva avenida repleta de gente y
navebuses. Las plataformas se intercalaban unas tras otras. También se elevaban
junto a las fachadas de los edificios a diferentes alturas. Miles de personas
esperaban estáticas, mientras que otra multitud aparecía y desaparecía en sus
estatimentaciones múltiples. Sam lo observaba todo desde la esquina de la
avenida. Él estaba acostumbrado a ver las naves volando por los distintos
niveles y subniveles de Laguna York, pero nunca había visto, ni siquiera imaginado,
cómo se estatimentaban a la vez miles de personas sin provocar el más mínimo
conflicto de espacio. La mirada de un futurterrícola que le observaba desde la
acera de enfrente le alertó de su torpeza. Estaba estático en un lugar en el
que nadie se detenía. Tenía que seguir adelante e ir en busca de una plataforma
navebus que le llevara hasta el edificio de los navegantes espaciales. Centró
su vista en los carteles colgantes que indicaban el destino de las plataformas.
La primera decía: “Navebus 100” .
Levantó sus ojos más a lo alto, en busca de la plataforma destino, y la
encontró. Ésta debía de asentarse sobre ese mismo nivel. Eso le decían sus
acostumbrados cálculos visuales. Adosada a ella quedaba un navebus del que
parecían descender algunos viajeros. Otra vez sobre el asfalto, la plataforma
de teletransportación “Estatimento 100” estaba repleta de viajeros. Éstos
aparecían y desaparecían. Unos camino de su correspondiente plataforma elevada
y otros, procedentes de ésta, camino de cualquier otra plataforma de la ciudad.
A ésta le seguían otras plataformas. “Navebus LN”, “Estatimento LN”, “Navebus
LS”, “Estatimento LS”, “Navebus LO”, “Estatimento LO”, o lo que era lo mismo:
Límite Norte, Límite Sur y Límite Oeste. Él había entrado a la ciudad pisando
el Límite Este. Pero no quedaba ahí la cosa. A continuación de ésta última, en
una plataforma más grande que las demás esperaba un gran número de futurterrícolas.
Todos eran ancianos. Eso llamó su atención. Buscó el cartel que le indicaba el
destino del navebus. “Navebus VSR”. Se acordó que antes había visto publicidad
sobre ese destino. Había visto las siglas y su significado: “Valle del Sueño
Real”. Todo aquel grupo parecía ir de vacaciones a ese mismo destino. Por
supuesto, nadie decía nada y sólo unas tímidas y emocionadas ondas iban de unas
mentes a otras.
Sam se dio
cuenta que mientras él observaba al grupo, había una persona que parecía hacer
lo mismo con él. Pero éste no formaba parte del grupo. Quedaba claro en su
escueto equipaje. Mientras todos llevaban grandes bolsas de viaje, éste sólo
portaba un pequeño maletín. El terrícola fingió el interés que había despertado
aquel destino en él y continuó avanzando. Con disimulo se volvió y comprobó que
el extraño viajero le seguía algunos metros más atrás. Decidió cruzar la
avenida, donde también se extendían más plataformas, pero, justo antes de
hacerlo, se le anticipó su perseguidor. Éste estaba utilizando su poder de
anticipación de los hechos. Sam estaba seguro de ello. Se estaba convenciendo
de que en Drimepolis debía acelerar todos sus actos. Comenzando por el tiempo
de reacción entre sus pensamientos, y las órdenes de llevarlos a cabo y la
ejecución de éstas. Ese tiempo debía ser siempre superior a uno. Su cuerpo
debía reaccionar antes de que su cerebro lo pensara. Si no, estaba perdido.
Siguió como si
nada sucediera. Una tras otra iba dejando atrás las demás plataformas. Ni
siquiera se fijaba en el destino de éstas, pues el futurterrícola cada vez se
le acercaba más. No tenía más remedio que… Sin llegar a pensarlo, saltó dentro
de uno de los navebus que estaban detenidos. Al pisar el suelo de éste, la
puerta se cerró instantáneamente, dejando fuera a su perseguidor, quien no
dejaba de mirarle fijamente con una sonrisa y asintiendo desde el otro lado
del cristal.
Cuando Sam se
sintió seguro, se volvió hacia el interior del navebus. Todos sus ocupantes le
miraban con rostro extrañado. Aquella situación no debía ser habitual para
ellos. Era raro que un navegante espacial utilizara un navebus, a no ser que
estuviera buscando algo o a alguien. Sam comprobó que no quedaba un solo hueco,
con la excepción de un único asiento. Sin duda ése debía ser el suyo, pues él
era el único pasajero que quedaba de pie. Dejó escapar una vaga sonrisa y se
sentó. Se estaba acomodando cuando un cinturón de seguridad salió despedido de
un lado del asiento y se enganchó al otro, dejándole sujeto en medio. Al
momento, la nave comenzó a elevarse verticalmente. Ya nadie le miraba, ya nadie
le hacía caso. De haberse tratado de un Agente Reinsertor y de haber habido
allí un Insatisfecho, éste estaba perdido. Como no era el caso, él se había
convertido en uno más de ellos.
Qué poco se
parecía aquella nave a las que él conocía de su “Twenty Twenty”, donde las
naves volaban rebosantes de pasajeros que tenían que arreglárselas como podían
para no acabar rodando por el suelo. En los navebuses drimerianos todos los
pasajeros viajaban sentados, más bien aferrados a su asiento, y en completo
silencio. Un silencio que se volvía molesto. Tan molesto que le obligó a
remover sus pensamientos. Cayó en la cuenta de que no sabía adónde se dirigía,
pues había caído en aquel navebus por puro azar. Podía preguntar, pero esa ignorancia
tampoco era digna de una mente drimeriana.
El navebus, que
se había elevado entre los edificios sin llegar a superarlos, había tomando las
distintas avenidas dirigiéndose hacia el sudoeste. En ningún momento cambió de
nivel, ni siquiera cuando se cruzó con otro navebus que volaba en sentido
contrario. Si bien es cierto que ninguno de ellos se acercaba a la colorida
línea que separaba el espacio aéreo de la avenida. Las líneas divisorias no se
pintaban sobre el asfalto, sino que se hacían visibles en cada nivel aéreo,
correspondiéndole un color a cada uno de ellos. Aquella vista le recordaba a
Laguna York, con la diferencia de que en su ciudad natal podía ver los
edificios y las luces interiores de éstos, mientras que aquí todas las fachadas
parecían reflejar el verde campo exterior. Incluso los edificios enclavados
entre otros edificios lo hacían, algo físicamente imposible. Sam, asombrado, no
podía dejar de mirarlos, y sólo en un breve segundo que volvió su vista al
interior del navebus se percató de que todos los demás pasajeros miraban al
mismo punto. Un punto situado en lo alto, justo en el centro del pasillo que
dividía el navebus en dos. Si todos miraban atentamente hacia allí, éste debía
ser interesante. Trató de ver de qué se trataba, pero no vio nada. Otra vez
miró a los pasajeros. No podía ser. Éstos seguían con su mirada fija en la
nada. Era como si estuvieran hipnotizados. Liberó su mente y trató de captar
las ondas que pudieran escapar de la mujer futurterrícola que tenía a su lado.
Una mujer mayor cuyas pupilas ocupaban todo su globo ocular. No le fue fácil,
pues sus ondas iban altamente cargadas de emoción, añoranza y deseo, lo que se
transformaba en confusa energía electromagnética. Por eso sólo pudo descifrar
unas pocas ondas: “…Valle del Sueño Real”. Otra vez esas palabras, se dijo Sam. Todo Drimepolis parecía estar
dominado por ese lugar. La mujer se volvió hacia él. Sus miradas se
encontraron. Sus pupilas ya habían vuelto a su tamaño normal. Era como si nada
hubiera sucedido.
El navebus se
detuvo y comenzó a descender paralelo a la fachada de un edificio. Sam seguía viendo
el verde campo sobre ésta. Eso le hacía perder la referencia de la altura. Poco
a poco el navebus se acercaba a la plataforma navebus adosada en un nivel que
debía ser superior al 200. Sin embargo, no veía ningún futurterrícola que
apareciera y desapareciera. Era raro, pues, a pesar de existir plataforma de
estatimento, parecía que nadie la usaba. ¿Adónde le llevaba aquel navebus? A
medida que se acercaban al edificio para adosarse a la plataforma, se comenzaba
a distinguir una enorme puerta. Justo encima de ésta, unas letras luminosas
sólo visibles desde el ángulo de la plataforma, con el navebus ya detenido,
hacían referencia al edificio. “Investigaciones Médicas del Futuro”. Así pues,
aquella era la plataforma “Navebus IMF”. Estaba frente a lo que podía ser un
hospital del futuro. Ahora se explicaba que en aquel navebus todos sus
ocupantes fueran ancianos. Mientras el navebus terminaba de acoplarse y abría
sus puertas, Sam volvió a echar un vistazo a la plataforma contigua. ¡Joder! Sí
había estatimentación, pero toda se producía en sentido de salida. Claro, cómo
no. Llegaban enfermos y salían curados. Pero curados ¿de qué? Además, dado que
no era una plataforma demasiado concurrida, el TEI, Tiempo de Estatimentación
Intermedia, tiempo de transbordo, tiempo entre una estatimentación y otra, era
muy breve, casi imperceptible a la vista terrícola.
El navebus
abrió sus puertas, pero seguía sin poder salir. Su cinturón de seguridad seguía
impidiéndole levantarse. Uno a uno se fueron soltando todos los cinturones. En
Drimeros todo seguía un orden, lo que le obligaba a esperar. Tenía que tener
paciencia, algo de lo que Sam no podía presumir. Pero ahora ese tiempo le venía
bien, pues no tenía ni la menor idea de qué hacer. Él quería regresar a las
plataformas y tomar un navebus que le llevara al “Valle del Sueño Real”.
Las puertas del
edificio se abrían y cerraban al paso de los pasajeros que desembarcaban del
navebus. Era la primera vez que Sam veía caminar juntos a tantos futurterrícolas.
Le parecía estar viendo una manada de jóvenes oldcroc, pues su torpeza y
deformidad era muy parecida. No podía creerlo. De repente, con el rabillo de su
ojo, descubrió algo que le hizo agazaparse en su asiento. Vio que no le
quedaban muchos asientos, y que pronto llegaba su turno. Se asomó lentamente y
con cuidado. Lo podía ver perfectamente. Era la misma sonrisa y los mismos ojos
que le habían despedido en la plataforma de embarque. Su perseguidor estaba
esperándole. Después de todo tampoco le había sido difícil. Le bastaba con ir
hasta la plataforma “Estatimento IMF” y teletransportarse hasta ella. Incluso
le sobraba tiempo. Estatimentarse era mucho más rápido que tener que volar en
un navebus. Sam creía tener claro que aquel “Agente Reinsertor” le había
descubierto, pero no entendía por qué no le detenía. Se acercaba su momento y
sólo tenía una forma de poder escapar.
Sam tenía claro
que él era mucho más ágil que cualquier futurterrícola, incluso que cualquier
“Agente Reinsertor”. Tenía que entrar en el edificio de la IMF y descender por
las escaleras, si es que las había, hasta el nivel 0. Una vez allí, salir al
exterior y, asegurándose de haber dado esquinazo al agente, tomar un navebus
hasta la avenida de las plataformas para tomar otro navebus hacia el “Valle del
Sueño Real”. Estaba seguro que éste no era el paraíso que parecía ser.
Click. Su
cinturón se soltó y se deslizó hasta su propio almacén. Había llegado el
momento de echar a correr. No se decidía, y tuvo que ser el extrañado fruncir
de ojos de la señora que tenía a su lado lo que le obligara a hacerlo. Corrió
cercano a la velocidad de un desacelerado TEI y entró en el edificio. Una
amplia recepción de impoluto blanco daba paso a una serie de interminables
pasillos. Una joven futurterrícola de uniforme, también blanco, le echó el
alto.
-¿Se ha perdido, agente? –le dijo ésta, con
amables ondas.
-¡No! –respondió Sam-. Sólo tengo que descender al nivel inferior.
La mujer señaló
hacia uno de los pasillos. Sam le dio las gracias con una sonrisa y corrió
hacia el lugar indicado. Sam corría escaleras abajo, mientras observaba su
alrededor. Las paredes eran grandes ventanales que dejaban pasar la luz; sin
embargo, no permitían ver qué quedaba tras ellos. Eran enormes espejos deformes
que obligaban a desviar la vista de ellos. Qué extraño era todo aquello. Desde
el exterior, los edificios reflejaban los verdes campos y bosques que se
extendían fuera de la ciudad, y, no obstante, desde su interior, donde esas
mismas vistas debían ser reales, éstas estaban vetadas y prohibidas.
Un grupo de
futurterrícolas de uniforme blanco que ondeaban entre ellos mientras descendían
muy lentamente le cortaron el paso, impidiéndole continuar. Eso le permitió
leer un cartel que había en una de las paredes: “Prohibido estatimentarse en
todo el edificio”. Se dio cuenta que era cierto. Allí nadie se estatimentaba,
sino que caminaban por su propio pie. Por cierto, todos lo hacían bastante mal.
Es más, caminaban mejor los ancianos que los jóvenes. Ya se lo había dicho el
anciano George. Su escasa fuerza mental les obligaba a ejercitarse, mientras
que los jóvenes utilizaban el poder de su mente para todo. Un atronador timbre
que casi le deja sordo le hizo volver atrás y tomar otro pasillo. Frente a él,
separándose una de otra, se abrían dos puertas. Un ascensor, se dijo.
Prácticamente iba vacío. Entró en él, obligando a sus ocupantes a mover sus
posiciones. Otra vez el orden drimeriano. Un orden que para Sam estaba
empezando a ser demasiado agobiante.
El ascensor
cerró sus puertas y, sin ni siquiera un solo parpadeo, volvió a abrirlas. Sam
creyó que éste no se había movido, que alguien iba a entrar, pero cuando varios
de los ocupantes salieron, se dio cuanta que ya había descendido varias
plantas. Otra vez se cerraron las puertas. Ahora parecía que descendía más
niveles. Lo suficiente para permitir una larga conversación entre sus únicos
dos acompañantes.
-¿Qué edad tiene? –le dijo un anciano al
otro, con débiles ondas.
-Dentro de unos días cumplo 140 –ondeó el
otro.
Sam quedó
petrificado.
-Pues se conserva muy bien –volvió a ondear
el primero-. ¿A qué se debe su visita? No me lo ondee.
¿Problemas con la estatimentación?
-Que va, que va, ya hace más de un mes que mi mente no me lo
permite. Es que ayer noche no conseguí mover una silla para sentarme. Tuve que
dejar las cosas y moverla con mis propias manos. Mi mente está perdiendo los
poderes telequinésicos.
-Entiendo que esté preocupado. Lo mismo me sucedió a mí hace unos
días, y miré, solucionado.
Las puertas del
ascensor se abrieron otra vez. Nadie entraba ni salía, pero el ascensor
permanecía quieto. Sam no sabía qué hacer, pues no había botones para pulsar.
Estaba claro que éste respondía a una orden mental. Ondeó sus ondas para que
continuara hasta la planta 0, pero no obedeció.
-Perdón –ondeó el más enfermo de ellos-. Si no salgo ustedes no pueden continuar.
Cierto. El
hombre salió y el ascensor cerró sus puertas. Al momento volvió a abrirlas.
Era el turno
del otro hombre. Sam se quedó pensativo. El ascensor seguía descendiendo.
Cuanto más sanos, más abajo se les permite llegar, se dijo Sam, sin entender el
porqué. Desde luego, la tecnología y la ciencia habían llegado lejos, ampliando
considerablemente los años de vida. No tuvo tiempo para más. Había llegado al
nivel 0. Esperó unos segundos y el ascensor no se movió. Tenía que salir.
Esperaba haber perdido a su perseguidor.
Salió y aceleró
el paso hacia la enorme puerta de salida. Unas ondas que venían de un lado le
detuvieron.
-¡Alto! ¡Alto!
Eran unas ondas
agradables, cariñosas, sensuales. Incluso creía haberlas recibido antes. Se
volvió y se encontró con la misma chica de uniforme blanco que le había cortado
el paso en la planta superior.
-Se quería marchar así, sin ondearme nada.
Sam no sabía
qué ondear. Sólo la conocía por sus agradables ondas. Ondas que, eso sí, de
haber estado en la Tierra
bien merecían como mínimo una invitación a cenar.
-Debe estar usted muy bien para que le permitan salir por este
nivel.
-Sam asintió. –Ya le dije que sólo tenía que bajar unos niveles. Una simple
jaqueca que no me dejaba pensar.
Al captar
aquellas ondas, la joven quedó paralizada. Antes, ¿cuándo? Si esa era la
primera vez que ella le veía. O por lo menos esas eran las ondas que escapan de
ella. Además, ¿Jaqueca? ¿Pensar? Qué extrañas palabras eran esas. ¿Cuál era su
significado? Después de todo, la jaqueca podía ser algo del pasado terrícola,
algo nunca conocido en Drimeros, una palabra carente de sentido y de
significado, pero pensar. ¿Acaso los Drimerianos no pensaban; o es que sólo les
estaba permitido hacerlo en ciertas ocasiones y ni siquiera eran conscientes de
ello? Sam se olvidó de las dos mujeres que él hubiera jurado que eran la misma,
una perfecta clonación, y salió al exterior sin que nadie más le detuviera.
Sólo su propio asombro pudo hacerlo.
Si la avenida
de las plataformas le había impactado, ahora se encontraba en otra mucho más
impresionante. Frente a él, un cartel que se suspendía en el aire, justo en la
imaginaria línea divisoria de la avenida, le situaba. “Avenida Central York”.
Las plataformas se distribuían de forma diferente. En su lado, perdiéndose de
vista en ambos sentidos, quedaban las plataformas de estatimentación y, frente
a ellas, al otro lado de la avenida, las plataformas navebus. El andén de
estatimento parecía un intermitente arco iris, pues los trajes de los
estatimentados representaban toda la gama del espectro cromático. Todos
aparecían con su mirada al frente, pero sus TEI o “Tiempo de Estatimentación
Intermedia” eran diferentes. Era lógico, ya que algunos destinos estaban más
solicitados que otros y había que esperar más tiempo para llegar hasta él. Sam
miraba a un lado y a otro, sin dar crédito a aquel nuevo mundo futuro en el que
se estaba sumergiendo. También había plataformas algunos niveles por encima.
Estaban adosadas a los edificios, cuyas fachadas seguían reflejando los verdes
campos del exterior.
Sam quería
llegar al “Valle del Sueño Real”, pero no sabía dónde podía tomar el navebus
adecuado. No le quedaba más remedio que arriesgarse y preguntar. Lo mejor era hacerlo
con algún anciano. Era la forma de asegurarse de que no se trataba de un agente
de la I.A .F. Se
decidió al ver a uno que salía del mismo edificio que lo había hecho él.
-Perdone –ondeó Sam, deteniendo su paso-. Quiero ir al “Valle del Sueño Real”, pero…
-¡Ohhh! ¡El
Valle…! –ondeó el anciano con ondas de añoranza-. Pero… No puede ir desde aquí. Primero tiene que llegar a la “Plaza
del tiempo”. Allí… –el anciano, confuso, no tenía muy
claro si señalar hacía la plataforma de estatimentación o a la plataforma
navebus. Finalmente apuntó hacia las dos plataformas, pues éstas estaban una
frente a la otra-. Allí encontrará el modo de llegar
hasta la Plaza.
-Gracias –ondeó Sam, mientras tomaba la dirección que el anciano le había
señalado. “Plaza del tiempo”, se dijo para sí. Algo le decía que todos aquellos
nombres le eran conocidos. Eran nombres tomados de su Laguna York y que habían
sido adaptados a la nueva ciudad.
Por fin, tras
recorrer toda la avenida, cruzar por el final de ésta y volver atrás, llegó a la
plataforma “navebus PT”. La había visto antes, desde el andén de
estatimentación, pero había preferido no cruzar por medio de la avenida, pues
nadie lo hacía y hacerlo podía haber llamado la atención de algún indeseado.
El navebus,
semejante al que había tomado antes, tenía sus puertas abiertas y estaba
esperando a que se llenase el cupo. Sam entró y se sentó en uno de los asientos
más cercanos a la salida. Levantó sus brazos para que el cinturón de seguridad
no se los inutilizara, pero éste permanecía oculto en su carcasa. Todavía
quedaban asientos libres y el navebus no iba a despegar. Estudió las mentes de
sus acompañantes y todo parecía normal. Ondeaban unos con otros, manteniendo
una cuerda conversación mental. Las puertas se cerraron silenciosamente.
Acababa de entrar un pequeño grupo de jóvenes que completaban las plazas. Al
sentarse el último de ellos, ahora sí, los cinturones salieron como una
exhalación aferrando al asiento a sus ocupantes. Sam volvió a estar hábil y
liberó sus brazos.
La nave se
elevó verticalmente hasta superar la altura de los edificios. Sam trató de
calcular un nivel, pero le fue inútil, pues cuando la nave superó las azoteas,
los edificios se volvieron invisibles desde aquella posición. Otra vez el
misterio de lo irreal se hacía visible. Desde luego, aquello era nuevo y
extraño para él, pero no para el resto de pasajeros, quienes otra vez perdían
sus pensamientos en el invisible emisor que quedaba en lo alto del pasillo y
que, de nuevo, les invitaba a visitar el “Valle del Sueño Real”. Él tenía claro
que el incitante valle no era lo que parecía, y que si quería descubrir algo
del misterio que dominaba aquel planeta de Drimeros tenía que llegar hasta él.
El navebus se
desplazaba a una velocidad incalculable, pues no había nada que sirviera de
referencia. Los edificios habían desaparecido bajo un extraño manto semejante
al que formaba la cúpula y que impedía ver lo que quedaba al otro lado. Pero no
se trataba de ésta, no estaban volando por encima de ella. Las naves interplanetarias
sí lo hacían, pero las naves de transporte interurbano nunca atravesaban esa
barrera. Además, el viaje era más bien corto, pues ya estaban descendiendo. Sam
se había percatado de ello porque, como navegante espacial que era, conocía a
la perfección los vaivenes internos de su mente, vaivenes provocados por la
inercia del movimiento. Hay que joderse -se dijo a sí mismo con otros
pensamientos-, ese maldito emisor les hace perder la noción del tiempo y este
manto les desorienta espacialmente. No hemos recorrido más que unas calles y
ellos creerán que hemos atravesado un planeta.
Sam volvió su
vista hacia abajo. El blanco manto se fue desintegrando permitiendo la visión
de los edificios. Otra vez captó las ondas de sus acompañantes. Todos habían
vuelto a la realidad. Los edificios cada vez quedaban más cerca. El navebus
descendía lentamente sobre lo que parecía una inmensa plaza circular. En el
mismo centro se levantaba una gran estatua, y alrededor de ésta, dibujando un
perfecto círculo y abriéndose en abanico, se encontraban las plataformas
navebus. De la misma forma, ocupando el arco exterior de la plaza, se disponían
las plataformas de estatimento, donde los colores de los trajes drimerianos
aparecían y desaparecían a un ritmo frenético.
El navebus seguía
descendiendo entre los colosales edificios. Las letras de colores y las
pantallas tridimensionales invadían todas las fachadas. Aquí, el verde y falso
reflejo de los prados exteriores se perdía por ciertos rincones ocultos y
ajenos a la visión desde el centro de la plaza. Cuando llegaron al nivel 10,
ahora Sam lo podía calcular con seguridad, el navebus se detuvo. Frente a
ellos, a ambos lados, se detuvieron dos naves policiales de la I.A .F. Debía ser algo
rutinario, pues nadie se inmutó lo más mínimo. Sam observó con disimulo las dos
naves. Nada tenían que ver aquellos modernos modelos con los que él había visto
en el almacén del Rey de Crocom y el más reciente; el que estaba en poder de la
futurterrícola que había visto en los campos exteriores de la ciudad. La última
tecnología siempre en función de los ejércitos. Eso era algo que no había
cambiado ni iba a hacerlo nunca.
Las dos naves
policiales reanudaron la marcha y se dirigieron hacía otro navebus que
descendía por el otro extremo de la plaza y que se detuvo al ver su presencia.
De allí se fueron en busca de otro navebus, y de éste a otro más. Sam lo
observaba mientras su navebus seguía descendiendo hasta detenerse junto a su
plataforma. Las puertas se abrieron y los cinturones se fueron soltando uno a
uno. También uno a uno fueron saliendo todos los pasajeros. Cada uno tomaba la
dirección de su plataforma destino. Sam esperó su turno y siguió al grupo de
jóvenes, pues por sus excitantes ondas había descubierto que compartían
destino. Además sus bolsas de viaje les descubrían. Eran como un grupo de
jóvenes que se iban de vacaciones.
La plataforma
“navebus VSR”, que era como se conocía a la plataforma de embarque hacía el
“Valle del Sueño Real”, Sam lo descubrió al llegar a ella, quedaba a ciento ochenta
grados. Es decir, justo al otro lado de la plaza. Tuvieron que bordear la
estatua y dejar atrás la mitad de las otras plataformas. Pasaron junto a tantas
plataformas que Sam llegó a perder la cuenta. Ahora una cosa parecía clara: si
multiplicaba ese número por dos, las mismas que hubiera visto de haber tomado
el otro semicírculo, en aquella plaza se encontraban el mayor número de
plataformas de toda la ciudad. Se hallaba en el punto de mayor tráfico humano y
de naves de toda la ciudad. La “Plaza del tiempo” era un lugar de estatimentación
intermedia obligatorio.
Mientras
avanzaban, Sam se preguntaba por qué aquellos jóvenes no utilizaban la
estatimentación para llegar hasta el Valle. Por qué utilizaban los navebuses.
Sólo había una explicación. No desgastar su mente. Conservar toda la energía
posible. Pero era extraño, pues en su camino se cruzaban con otros viajeros que
hacían el sentido contrario. Todos parecían llegar felices, tan felices que
cuando se cruzaban con él, todos le mostraban una agradable sonrisa y le
saludaban con un leve movimiento de su cabeza. Qué agradable parecía aquella
gente. Pero… ¿por qué todos los saludos iban para él? Nadie saludaba al grupo
que él discretamente seguía. Ni tampoco a los que iban detrás suyo. ¿Acaso le
confundían con alguien mundialmente conocido en aquella ciudad?
El cartel
luminoso de la plataforma “navebus VSR” detuvo a todo el grupo. Parecía una
plataforma mucho más grande que las demás. También el navebus lo era, al igual
que la demanda de pasajeros. Así lo veía desde el final de la larga cola que
esperaba para el embarque. Las puertas del navebus estaban cerradas. Eso le
daba tiempo para observar con detalle a su alrededor. Comprobó que no existía
plataforma de estatimento hacia el mismo destino. Para ir y venir de él había
que hacerlo en un navebus. Eso le dejó pensativo, más cuando se dio cuenta que
todos los pasajeros eran futurterrícolas jóvenes, que no había ningún anciano.
El Valle no era un destino para mentes ancianas, aunque le había quedado claro
que todas ellas guardaban buenos recuerdos y deseos de él.
Sobre el
principio de la cola, junto a la plataforma de embarque, las pantallas de
imagen tridimensionales seguían invitando a visitar el paradisíaco “Valle del
Sueño Real”. Mostraban sus rincones más bellos, su exquisita gastronomía
transgénica y, cómo no, las magníficas instalaciones de lo que en ellas
llamaban “centros de sueños reales”. De ahí venía el nombre de ese lugar.
Todos los
pasajeros hacían sus propios planes.
-Ahí tenemos
que ir –ondeaba uno al resto de sus compañeros.
-Yo voy a
estar todo el día soñando –contestaba otro.
Sam estaba
ensimismado captando aquellas ondas. Se hallaba tan perplejo que no había caído
en la cuenta que otros miembros del grupo le miraban fijamente. Cuando se
percató de ello, todos le saludaron a la vez. Él, amablemente, les devolvió el
saludo. Otra vez parecían estar confundiéndole.
-…Que sí, que
es él –ondeaba uno de ellos con ondas emocionadas.
-…No puede
ser –negaba otro.
Sam se estaba
poniendo nervioso con aquel misterio, pero su nerviosismo aumentó cuando captó
unas nuevas ondas.
-Ya abren las
puertas…
-Sí. Ya las
han abierto –añadió otro-. La I.A .F. está pidiendo los visados.
¿Cómo?
¿Visados? Se preguntó Sam. Desde luego el “Valle del Sueño Real” no era un
destino cualquiera, pues era el único para el que se pedían visados. Cada vez
tenía más claro que en aquel paraíso se escondía algo más. ¿Qué podía hacer? Si
llegaba frente a los agentes de la
I.A .F. estaba perdido.
-Tenéis los
visados –preguntó una de las ondas de su grupo
predecesor, alertando su atención.
-Sí –respondieron varios a la vez, mostrando sus visados en medio de sus
palmípedas manos.
Sam los vio y
las vio claramente. Eran unas pequeñas placas redondas, una especie de monedas
plateadas, que resaltaban entre aquellos dedos unidos entre sí.
-Yo la tengo
en el bolsillo de mi traje –ondeó finalmente el joven
que le precedía.
Los ojos de Sam
se clavaron fijamente en el bolsillo del joven. Era cierto. En la oscuridad de
éste, brillaba la forma del visado. Tenía que hacer algo. Ya no podía echarse
atrás.
Poco a poco y
uno a uno, los pasajeros iban embarcando. Sam se encontraba cerca de los
agentes de la I.A .F.
y ya podía verlos con claridad. Se sorprendió, pues físicamente eran muy
parecidos a los agentes de su “Twenty Twenty”. Las intermitentes letras de su
brillante traje le permitía distinguirlos entre la multitud. Cuando el grupo
que le precedía llegó al control, los agentes no se molestaron ni en pedirles
el visado. Los dos primeros jóvenes obedecieron en silencio, y, sin ni siquiera
mover sus brazos, hicieron volar sus visados hasta dejarlos suspendidos a la
vista de los dos agentes.
-Nada de
poderes mentales aquí –ondeó seriamente uno de los
agentes.
Los brazos se
extendieron y las dos manos cogieron sus respectivos visados. Los dos jóvenes
tragaron saliva y esperaron la orden de poder embarcar. Un gesto de cabeza fue
suficiente para que pudieran seguir. Ninguno más hizo ademán de sus poderes y
todos extendieron su mano para mostrar su visado. Todos excepto el último del
grupo, quien parecía haber perdido el suyo.
-¡Visado!
–volvió a decir otra vez el agente, esta vez con ronca voz.
-Lo tenía…-comenzó diciendo con exculpatorias ondas el joven-. Se me habrá caído del…
El agente se
acercó al joven y, apoyando su mano sobre el hombro de éste, se lo llevó a un
lado. Hizo un gesto a su compañero, y con unas simples ondas de “sigue tú” le
ordenó que continuara con el resto de pasajeros. Sam lo sentía por el joven,
pero estaba convencido de que no había tenido otra alternativa. Ahora tenía que
liberar su mente de toda posible onda de culpa, pues llegaba su turno. Se
encontró frente a frente con el otro agente y, sin que éste le dijera nada, le
extendió su mano para enseñarle el visado. Había juntado bien sus dedos para
evitar que no descubriera que carecía de la membrana que los unía. El agente
asintió al ver el visado, pero al levantar su vista hacia él se detuvo. Sam
contuvo su respiración y sus ondas. No quería que éstas le traicionaran. Se
miraron durante un breve segundo, lo justo para que el agente reaccionara
dejando escapar una tímida sonrisa y lanzando un escaso giro de su cabeza que
le permitía acceder al navebus. Sam suspiró como nunca antes lo había hecho.
Acababa de burlar el primer control policial de la I.A .F. del futuro. Por lo
menos el viaje sería tranquilo.
Sam ocupó uno
de los asientos cercanos a las ventanas. A través de una de éstas trató de ver
al joven detenido, pero no consiguió verlo. Sólo pudo observar cómo el agente
que lo había detenido regresaba solo a su puesto y cómo una de las lanzaderas
policiales que sobrevolaban continuamente la plaza se elevaba desde el suelo.
Siguió la nave con su mirada hasta perderla de vista. ¿A dónde llevarán a ese
pobre chico? Se repetía una y otra vez. Inconscientemente levantó sus brazos,
dejando vía libre al cinturón de seguridad. El motor del navebus ronroneó y
éste comenzó a elevarse. La lanzadera policial se acercó a ella. Sam podía
verla frente a su ventana. Al momento, ésta se alejó y el navebus siguió
ascendiendo. Los amigos del joven se miraban en silencio sin ondear nada.
Ellos sabían que era mejor no hacerlo. Pero Sam no era uno de ellos. A él le
preocupaba el destino de aquel joven. Si existía un visado de viaje, también
tenía que haber un control de a quién pertenecía ese visado. Si la I.A .F. era justa comprobaría
que realmente el joven decía la verdad y le dejarían libre. Pero entonces,
¿quién había ocupado su lugar en la nave? ¿Sería un Insatisfecho o, realmente,
el Insatisfecho era el joven a quien habían detenido? Eso no lo sabría hasta
que llegara a su destino.
El navebus
siguió elevándose hasta superar los edificios, edificios que, otra vez, se
volvieron invisibles bajo la extraña cortina. Como era de esperar, el insistente
y cansino emisor comenzó la emisión de sus ondas publicitarias, o incitativas,
atrayendo y capturando la atención y mente de los pasajeros. ¿Para qué iba a
ver presencia policial en los navebuses si el maldito emisor dejaba KO a todos
los que quedaban cerca de su alcance? Otra vez imágenes del paradisíaco valle,
el único lugar que parecía existir en Drimeros. Sam se estaba hartando de él. A
decir verdad, se estaba hartando de todo. Él había robado el visado del joven y
en ningún momento hubo la más mínima sospecha de ello. Era como si el robo o la
maldad y la desconfianza no existieran. Nadie iba armado, ni siquiera los
agentes de la I.A .F.
Drimepolis parecía una ciudad de Ley, de Orden, de Obediencia. Nada malo
sucedía en ella. Pero cuando eso es tan evidente es porque algo esconde, algo
que él quería averiguar.
SIGUE EN PARTE 2